Deliciosa. Simplemente deliciosa. Y es que este Robin de los Bosques, con Errol Flynn enfundado en unos ceñidos leotardos verdes y filmada, al alimón y a todo color, en 1938 por William Keighley y Michael Curtiz (el artífice de Casablanca), no tiene desperdicio alguno, empezando por la efectiva banda sonora compuesta por un genio de nombre impronunciable, Erich Wolfgang Korngold .
No era la primera versión sobre ese personaje mítico, habitante de las espesuras del bosque de Sherwood, amante de las buenas causas y fiel a su monarca. Y, a pesar de no poseer rigor histórico alguno, sigue siendo la mejor. Ni la ampulosidad de la adaptación de Kevin Reynolds, con Kevin Costner de protagonista, ha hecho olvidar la fuerza de este entrañable Robin Hood. Sólo le ha podido hacer sombra, y desde otra vertiente menos aventurera, la más romántica de todas las visiones habidas y por haber sobre el tema, Robin y Marian, esa emotiva cinta que, dirigida por Richard Lester, se ha convertido, con el paso de los años, en uno de los mejores cantos cinematográficos al amor inmortal y al estúpido suceso que significa hacerse cada día más viejo.
En Robin de los Bosques, la del 38, la historia es la de siempre, con sus variaciones pertinentes. Robín Hood, ese maravilloso proscrito y su pequeño ejército particular, decidirá plantar cara a las perversas intenciones del hermano del mismísimo Rey Ricardo Corazón de León, el Príncipe John, el cual, aprovechando la ausencia de su familiar enfrascado en Las Cruzadas, decidirá arrebatarle el trono con la ayuda del maligno Sir Guy of Gisburne y del cobardica sheriff de Nottingham.
La cinta, vista ahora, muchos años después de su estreno, resulta un tanto ingenua, infantil incluso. Pero esa inocencia argumental se ha convertido en uno de sus múltiples puntos positivos, pues la hace aún más fresca que en su época, por no hablar de ese endiablado ritmo narrativo que ya querrían muchos de los films de aventuras actuales y a la que, por derecho propio, se deberían sumar las milimetradas coreografías que ponían en solfa todas las luchas a espada que inundan la proyección, sin falsos ni redundantes efectos especiales, aunque subsanados con una poderosa imaginación que a duras penas se encuentra en el cine de hoy en día, Una exquisitez única, apoyada en un guión sólido y sencillo, capaz de ir al grano en cada momento y mostrándose magistral en el perfecto dibujo de cada uno de sus personajes.
Un casting adecuado consiguió que cada uno de los actores elegidos fuera el más idóneo para dar vida a sus respectivos roles. Así, la chulería y el desparpajo saltimbanqui de Flynn se adaptó perfectamente a las maneras del inquieto Hood; la maldad y la perversión de Guy of Gisburne fueron encarnadas, a pesar de su cara de Sherlock Holmes, por el inmenso Basil Rathbone; el amaneramiento y un sutil toque de desviación sexual fueron las constantes del malvado Príncipe John, el personaje interpretado por Claude Rains u Olivia de Havilland quien, justo un año antes de convertirse en Melanie, dio cuerpo a la ternura y debilidad que caracterizaban a la enamoradiza Marian.
El binomio Curtiz-Keighley cuidó hasta el último detalle, con precisión minuciosa, la construcción del pequeño universo que albergaba a los protagonistas de la película, tanto en la plasmación del castillo que daba cobijo a los usurpadores de la corona, como en la visión, casi paradisíaca, del bosque habitado por la troupe comandada por Robin Hood, sin olvidar, por ello, sus cuidados y lucientes ropajes.
El bien y el mal enfrentados de nuevo. Poco ha avanzado el cine en este aspecto. La fidelidad y la traición. El oprimido y el opresor. Dos polos opuestos situados cara a cara y al servicio de uno de los films de aventuras más clásico y característico de todos los tiempos. El entretenimiento está servido. Y, detrás del mismo, cierto toque de denuncia social; infantil, como la película en sí misma, pero cargado de buenas intenciones, como las del propio Robin de los Bosques.
Ya lo saben. Disfruten con este film. Déjense llevar por las idas y venidas de Robin andando con desparpajo, por el castillo del enemigo y como Pedro por su casa, en busca de su amada Marian. Regresen a sus juegos de infancia e identifíquense con toda la galería de inolvidables secundarios que rodeaban a Flynn, desde Fray Tuck (el abad gordinflón) a Little John (el diestro hombre de confianza del héroe). Y, ante todo, relámanse y ensaliven a sus anchas viendo los ágapes y banquetes con los que se premiaban a ambos lados de la línea divisoria, tanto los malvados gobernantes como esos héroes verdosos y ceñidos que tan bien fueron homenajeados en la primera entrega de Shrek.
Para sacarse el sombrero. Tanto es así que la Warner, productora de la película, siguió sacando provecho a ese personaje, durante años, a través de sus cartoons más preciados. En la edición especial del DVD de Robin de los Bosques, en su disco de extras, están dos de esos episodios, el de Bugs Bunny, cruzándose incluso con el mismísimo Errol Flynn, en una imagen extraída de la película, y el del peculiar y gamberro Pato Lucas. Geniales.
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