Anna es una mujer relativamente joven. Hace varios años que enviudó. Un infarto se llevó a su marido mientras éste hacía footing en el neoyorquino Central Park. Aún no se ha acostumbrado a la soledad y tan sólo tolera mínimamente al hombre que pretende contraer matrimonio de nuevo con ella. La aparición inesperada de Sean en su vida, un niño de 10 años que asegura ser la reencarnación de su propio marido, alterará su existencia. El rechazo inicial hacia ese pequeño será la reacción más lógica, aunque, poco a poco, viéndose acosada por éste a todas horas, irá descubriendo en el joven ciertos rasgos y detalles que le harán pensar que, en realidad, se trata de su desaparecido esposo.
Éste es el hilo argumental de la nueva película de Jonathan Glazer, el realizador de la compacta y no muy conocida Sexy Beast. Reencarnación bebe de las mismas fuentes estéticas y de estilo que El Sexto Sentido. Igual que en el caso de Shyamalan, Glazer se toma su tiempo para contarnos esa historia; una historia que, por otra parte, se muestra cercana al fantástico más puro, aunque sin decidirse del todo a entrar a saco en el género. No tiene prisa, todo lo (poco) que cuenta lo hace con cierta lentitud y, más que con la palabra, el realizador establece un juego continuo de miradas y silencios. Y Nicole Kidman, espléndida como en la mayoría de sus últimos trabajos, es la que mejor se adapta a ese juego y, en una maravillosa y emotiva escena que transcurre durante la representación de una ópera, sin diálogo alguno, la mujer aguanta un larguísimo primer plano de más de un minuto de duración en el que, tan sólo a través de la expresión de sus ojos, el espectador conoce los sentimientos que en esos momentos ella alberga en su interior. Para poner los pelos de punta. ¡Cuántos recursos interpretativos tiene esta mujer!
Reencarnación es un film muy académico, excesivamente académico, e insolente incluso a la hora de cuidar al máximo hasta el más pequeño detalle. Nada se le escapa a su realizador, ni la frialdad de esos personajes encorsetados de la alta sociedad neoyorquina que nos muestra, ni el perfecto dibujo de todo aquello que envuelve a estos. Pero ese mismo formalismo aséptico, esa esterilizada manera de describir todas las situaciones, se revuelve contra las intenciones más determinantes de la película, rompiendo la posible emotividad que envuelve al personaje de Anna, la confusa y aturdida viuda a la que da vida Kidman. Es por ello que cuesta entender las decisiones atropelladas de esa mujer ante las propuestas amorosas de un niño. Cuando el público tendría que estar en perfecta armonía con Anna, avanzando o retrocediendo emocionalmente según las reacciones de ésta, capaz de odiar y adorar a ese pequeño casi al unísono, su exceso de hermetismo narrativo lo único que logra del espectador es que éste se quede ahí en medio, perplejo, sin acabar de meterse del todo en la propuesta y, lo que es peor, consiguiendo que la respuesta a ciertas escenas dramáticas sean tan sólo vergonzantes (y lógicas) sonrisas burlescas .
Aparte del envidiable trabajo de Kidman y de poder seguir disfrutando con la presencia de Lauren Bacall, otra de las grandes damas del cine de todos los tiempos, el otro acierto del irregular y fallido producto se encuentra en saber evitar, de manera inteligente, la morbosidad enfermiza en la que podría haber caído al tratar una atípica historia de amor como ésta, entre un niño y un adulto. En ese aspecto se muestra como un film elegante y delicado, aunque, en su contra, se encuentra toda su acomodaticia parte final. En ella, Reencarnación da un brusco giro argumental y se convierte en una película falsa y poco atractiva, ya que un montón de excesos en su guión desmonta totalmente las claves de lo que podría haber sido un curioso y original melodrama con tintes fantásticos.
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