23.3.05

El puto penalti de los cojones

Me parece que en este país hemos perdido el gusto por las buenas comedias. Al menos, echo de menos a gente como Berlanga o Azcona, capaces de dominar como nadie el cine coral, de crear situaciones cómicas e inteligentes para envolver elegantemente historias interesantes y con sentido, de aquellas que, aparte de hacer reír, conseguían comunicar algo al espectador, al tiempo que planteaban problemas sociales y políticos tal y como hacía el cine más serio y comprometido.

Hace tiempo que no encuentro, en nuestro cine, una comedia de ese estilo. Inteligente, compacta, divertida. A todo le llaman comedia. Y todos, desde el más palurdo, saben hacerlas. Todos se atreven con ese género. Y muy pocos logran buenos resultados Igual que en todos los restaurantes, hasta los mas cutrones, hoy en día, saben hacer una paella. Incluso han institucionalizado los jueves como el día de la paella. Y muy pocos las hacen apetecibles. Y El Penalti Más Largo del Mundo es un claro ejemplo de ello. Volviendo al arroz y buscando un símil gastronómico, es como intentar cocinar una paella de marisco, sin el marisco. O lo que es peor, contando con el marisco pero en estado de putrefacción. Y, aparte de tener un gusto asqueroso, les sale el arroz pasado. Y ese Penalti cinematográfico es como una paella pasada y podrida, de esas que le llevan a uno, tras ingerirla, directamente a la UCI. Por todo ello, para curarme en salud, decidí salir del cine a la hora y cuarto de proyección: el estómago y el cerebro, alarmados y al unísono, me estaban diciendo, a voz en grito, ¡basta!

Sin embargo, la base del plato parecía prometer. Un equipo de barrio juega su último partido de liga, en casa y contra un visitante potente. Falta un minuto escaso de partido y el árbitro pita un penalti en contra de los ganadores, el equipo local, cuya victoria les supondría el pase a una categoría superior. Un gol del equipo contrario les hundiría en la miseria. Su portero, un tipo atlético de buenos resultados en la portería, es expulsado del campo. Todo se lo juegan a una sola carta. Y esa carta se llama Fernando, el cancerbero suplente, un tipo inútil y porrero de profesión que en su vida ha parado un puto gol. El público se encabrona, pues temen perder la ascensión. Se amotinan y saltan al terreno de juego, para cebarse con el tío del pito. Éste, acojonado, se esconde en su barracón y suspende el partido durante una semana. Un partido que durará el tiempo necesario para tirar ese penalti. Y durante esa semana, todo el barrio querrá ayudar al idiota de Fernando.

Y es que Roberto Santiago, el director del evento, el cocinero mayor del Reino, con esa base, se dispuso a hacer la gran paella. Tenía sólo eso, la base. En apariencia, una base divertida, de esas con las que el citado Berlanga o el mismísimo Forqué habrían hecho maravillas. Pero el sofrito ya le salió pésimo, de mal gusto, sin sabor, pues ese guión, urdido por el mismo y sin contar con pinche alguno, estaba escrito sin ponerle un mínimo de sal. Lo de la comida sosa para evitar subidas de presión tiene un pase, pero una comedia sin ningún tipo de efecto provocador resulta de una insulsez ofensiva. Y si los pocos guisantes que reparte entre el arroz son de mala calidad, ocurre que la comedia no tiene chispa ni nada, que es lo que pasa con los cuatro chistes baratos y horteras que vierte en ella, de esos que sólo hacen gracia a los escolares más básicos cuando uno de ellos cuenta la película a los demás durante el recreo.

Y no sólo ha querido hacer una comedia de marisco (podrido) al uso, no, que va. Que el Santiago éste ha ido más allá y nos la cocina de bogavante. Pero de bogavante en mal estado. Pues el bicho estrella de la comedia, y que en realidad es la verdadera y única excusa de la misma, es un chico muy cotizado actualmente debido a Antena 3 y a ese Aquí No Hay Quien Viva. Se trata de Fernando Tejero, un comicastro cuellicorto, con un par de cortas intervenciónes en Los Lunes al Sol (el sin criterio) y en otro film de símil futbolístico, Días de Fútbol, que se ha convertido, de la noche a la mañana (y por la gracia de no se sabe quien), en el actor de moda en este (extraño) país nuestro. Lo de llamarle actor a ese galopín ya tiene su delito, ya. Pero eso es lo que dictan los cánones. Y con él, interpretando al portero fumeta que ha de parar el penalti al precio que sea, llegó la crispación más gigantesca de quién esto escribe. Todo El Penalti de marras está enfocado al lucimiento del payaso Tejero, un émulo español de las tonterías más insufribles de Cantiflas, un tipejo capaz de hacer salir de mi interior el odio más profundo y terrorífico. Para asustarse de uno mismo, que es justo lo que me ocurrió.

Sentado allí, en el cine, deglutiendo esa paella infecta y soportando frase tras frase tejeriana y docenas de situaciones dignas de la peor época de El Circo de TVE, intenté asimilar estoicamente esa sandez sin límites. Difícil meta. A los 10 minutos de proyección ya quería huir raudo del cine. Y esperé, heroico en mi butaca, a ver si mejoraba la cosa. Al contrario, todo iba de mal en peor. El patetismo total. Y cada vez con más publicidad de la cerveza Mahou, para que nuestro prota bebiera litros y litros de ella y así sentirse más salado y airoso en su papel. El anuncio publicitario más extenso de los anales cinematográficos. En cada escena una Mahou, o dos, o tres. A decenas. Y el Tejero largando y largando, diciendo y haciendo gilipolladas. ¡Vaya patán! Y cuatro espectadores (muy) benévolos riendo. Y una hora de proyección, allí, sentado, mirando el reloj cada minuto, pensando en escaparme. El Spot Más Largo de la Historia. Mahou por un tubo, en jarra, en vasos, en botellines, en latas, en carteles publicitarios... 75 minutos de película y una escena antológica, en un restaurante de tapas aceitosas, bebiendo la cerveza esa (¿Mahou se llama?) y varios personajes de los que secundan a Tejero (porque todos los que salen en esta paella pasada secundan al bufón de Antena 3) entran y salen del local como si estuvieran en una comedia de las de tresillo y canapé. Y más cerveza. Y más Tejero, charlando por los codos y machacándo mis pocas neuronas. 76 minutos de película. ¡Tiempo y se acabó! A la puta calle. Por fin libre. Aire fresco.

Me importa un bledo si le marcan o no el penalti. Sólo imploro para que el gracioso éste no haga más películas y que no subvencionen más engendros como El Penalti. Total, con la huida sólo me ahorré media hora de sufrimiento. Pura precaución. Cuestión de salud mental. Yo, en mi casa, disfruto con las paellas de marisco. Y si el marisco no es bueno, mejor un arroz a la cubana.

Por cierto. Me gusta más la Estrella Dorada.

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