Augusto M. Torres fue crítico cinematográfico de El País desde sus inicios hasta el año 2003. Aparte, ejerció como guionista en varios films y productor, entre otros títulos, del sobrevaloradísimo Arrebato de Iván Zulueta, a mi entero parecer, uno de los peñazos más solemnes y pedantes de la cinematografía española. Ahora, retomando su faceta como escritor y sus múltiples (y fallidas) tentativas como realizador en el mundo de los cortos, se lanza al vacío y, disfrazándose de soberbio Juan Palomo, debuta como director con Las Películas de Mi Padre, su primer (y espero que último) largometraje; un trabajo del que su propio autor asegura tener mucho de autobiográfico.
Es de suponer que, en ese salto al vacío tan innecesario, alguna ánima bendita le debe haber puesto una red para amortiguar el porrazo, pues vistos los desastrosos resultados finales, tras la caída habría quedado física y psíquicamente descuajeringado. Y es que, difícilmente, pueda haber otra película actual con tan elevado grado de preponderancia en su interior. O, mejor dicho: con tanta prepotencia y tan poca vergüenza.
Las Películas de Mi Padre no es más que un descarado e insultante autobombo: el de un escritor y director frustrado que aún vive del recuerdo de haber producido Arrebato. Y es que Augusto M. Torres, loándose a sí mismo, demuestra que no tiene abuela. En lugar de molestar al espectador con tanto despropósito acumulado, todos habríamos salido ganando si se hubiera quedado en casa y, ante un espejo, repetir centenares de veces y en voz alta algo similar a lo de “espejito, espejito, ¿quién es el cineasta más guapo y fornido del mundo entero?”. En el fondo, sería un ejercicio de lo más normal en un realizador al que, en su cine y como seña de identidad, le encantaba que el equipo de rodaje se viera reflejado habitualmente en un espejo.
El método que utiliza para vender su excelsa filmografía (compuesta por un montón de ilocalizables cortometajes de corte undergound), es el de utilizar a la protagonista del film para que, a modo de conductora y maestra de ceremonias, dé un repaso a su labor ejercida, durante años, en el mundo del cine, recuperando parte del material perdido en unos laboratorios de revelado muy poco escrupulosos. El personaje de la hija será el que cargue con esa misión; la hija ficticia de Augusto Emepunto; una joven que, tras la muerte de su padre, decidirá conocer mejor la vida privada de éste rescatando y visionando varios cachitos de su obra cinematográfica.
La vanidad del director es tan desproporcionada que, para auto homenajearse más cómoda y placenteramente, opta por la inmolación. Él, el propio Augusto M., con nombre y apellidos, es el padre muerto. Un padre tan ególatra y pegado de sí mismo que incluso olvida, a la hora de redactar su herencia, dejarle unos cuantos dinerillos a su hija para que ésta pueda hacerse con un ajuar completito, lo cual obliga a la desamparada mozuela a andar en pelota picada, ante la cámara, durante la mayor parte del metraje.
Debido a los múltiples desnudos de la chica, también cabe pensar que el presupuesto de rodaje fuese tan ajustado que no tuviera cabida un apartado para su vestuario. Dadas las circunstancias y teniendo en cuenta que se trata de un producto en el que se mezcla el tono documental con el ficticio (sin ninguna razón aparente), lo más apropiado para definir el rol conductor de la hija, sería recurrir a aquel viejo término descriptivo y tan popular del busto parlante. Un busto, terso y rígido que, además de mostrar en bandeja de plata las (nímias) constantes del cine del Emepunto, le sirvió a éste (durante la filmación) para solazarse con la contemplación y estudio de la anatomía femenina. A buen seguro que la actriz, Karme Málaga, a la hora de aceptar el contrato, no llegó a exigir esa famosa cláusula en la que suele constar aquello de “sólo me desnudaré si el guión así lo justifica”. Me parece imposible encontrar otros despelotes más injustificados que los de este trabajo.
La hija del difunto realizador, entre polvo y polvo con su novio italiano y sus jugueteos lésbicos en compañía de una calentorra estudiante de cine, se dedica también a otros menesteres más loables, como los bailar desaforadamente y charlar con cuantos personajes reales estuvieron en contacto con su teórico papaito. Así, gente como Paloma Aristegui, Jaime Chávarri, Marta Fernández Muro o Vicente Molina Foix (la crème de la crème del panorama cinematográfico nacional de una época), es entrevistada, de cualquier manera y a lo bruto, por la tal Karme, a la cual, en su forzado papel de reportera -y a pesar de ir vestida para la ocasión- se la nota como muy desnuda en esa faceta.
Las Películas de Mi Padre, al margen de esa vertiente tan egocéntrica, aporta un montón de (fáciles) guiños al citado Arrebato, ya sea mediante objetos físicos (como el guiñol de cartón que salía en el film) o con la presencia del propio Zulueta quien, después de años de no aparecer en público, abrió las puertas de su mansión a su amigo del alma con la aseada intención de enjabonarse mútuamente (Tarantino, en sus diálogos, describiría este pasaje como "¡venga!, vamos a chuparnos la polla el uno al otro"). Gracias a este detalle tan hospitalario (el de abrir las puertas, claro está), se ha podido descubrir que, una mente tan preclara y arrebatada como la del director vasco, ahora se dedica a montar exposiciones de fotografías captadas por una Polaroid. Sencillamente sublime (... por no decir otra cosa).
La pederastia, el incesto, el voyeurismo, la promiscuidad sexual y la homosexualidad son temas que van asomando, de manera reiterativa, a lo largo de la proyección. Algunos de ellos, de modo más velado que otros. Pero allí están todos, del primero al último. Por algo será, ¿no?
Lo único que saqué en claro de este descalabre de tintes egocéntricos es que, en la Filmoteca de Madrid (aparte de hablar un catalán académico), existen unos cubículos en los que, previa reserva, se pueden visionar películas mediante telecine o en soporte videográfico y, al mismo tiempo, tener la posibilidad de echar un kiki con una señorita cinéfila, de buen ver y con tendencias ninfómanas.
Por cierto: el Emepunto es la la letra inicial del apellido Martínez.
1 comentario:
Me ví el ego-trip del compadre Martínez el otro día en La2. El tipo que dice en sus diccionarios de cine que Kubrick está sobrevalorado y que cualquier engendro de cine experimental francés es una obra maestra incomprendida por la plebe. Flipaba tanto al verlo que pensaba que el falso documental se merecía un "comentarios del director" hecho por los de Muchachada Nui :):):) Élites culturales de Españistán... Cuando el egocentrismo va acompañado de talento pues todavía (y ni aún así). Qué pasa cuando la mediocridad es narcisista? Que lo mejor es echarse unas risas. Sólo puedo calificar tu crítica de SUBLIME
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