Y es que, para más señas, la Hermana Tomasa es el nombre religioso que se oculta tras ese mote tan pintoresco de Sor Citroen; el sobrenombre adquirido por esa Gracita Morales que, tras luchar contra viento y marea por conseguir el carné de conducir, y para desgracia de Rafael Alonso -el señor ingeniero y examinador de la monjita-, logra aprobar después de múltiples y accidentadas tentativas. Por el camino queda un tenderete de melones barrido por los suelos y un repartidor de leche a punto de ver arrollada su bicicletra. ¡Por poco, la muy Santa, nos deja sin el Señor Lechero, pardiez!
Pero Sor Citroen no pasa de la pura anécdota y de tres chistes más o menos graciosos. La salsa de la propia Gracita Morales (con esa voz aguda capaz de desmoronar al más pintado) y el buen hacer de la inmensa Rafaela Aparicio –la comparsa religiosa de la hermana Tomasa- ayudan, sin lugar a dudas, a una mejor digestión de una de las películas más rancias y ñoñas de la cinematografía española. Ellas dos, ataviadas con sus respectivos hábitos, fueron la imagen más cercana (pero en femenino) que se consiguió, desde España, de Stan Laurel y Oliver Hardy. El resto es infumable. Indiscutiblemente se trata de un producto que ha pasado a la historia nacional sólo por su título; un título tan popular que, entre otras cosas, ha llegado a generar hasta una bitácora: el blog de la Sor Citroen.
La historia de la películoa es simple; muy simple. Y presuntamente didáctica y moralista (por no decir patética), pues el afán de nuestra monjita por poder conducir un Dos Caballos es con la única y sana intención de pasear a las niñas del orfanato en el que presta sus servicios. Con el automóvil, acercará a las pequeñas hasta la institución benéfica dirigida por el padre Jerónimo (fabuloso Juanjo Menéndez), lugar en el que una de sus niñas, la Luisi, tiene hospedado a su hermano menor. Y es que, en aquellos tiempos, no estaba permitido que niños y niñas conviviesen en un mismo centro. ¡Qué buena es Sor Citroen! Incluso llega a arriesgar su carrera religiosa cuando, entristecida por el sufrimiento de los dos hermanitos separados, realiza un acto piadoso volviéndolos a juntar. ¡Pero qué rebuena es Sor Citroen!
Pero, a pesar de esa aparente santidad que se esconde bajo los ropajes de la hermanita, ésta nos ha salido un poco carca y machista. Vaya, de lo que ahora tildaríamos de incorrección política. O, mejor dicho, en el caso de Sor Citroen, directamente de facha y retrograda. La mujer, durante sus largos y angostos peregrinajes por barrios madrileños, en busca de limosnas para el bien de su orfanato, topará de frente con una feligresa maltratada brutalmente por su marido. Moretones por todo el rostro y cuerpo son pruebas, más que fehacientes, con las que demostrar las palizas diarias que recibe por parte de su esposo, Don Santiago, el pescadero del barrio. Ante los lógicos lamentos de la pobre mujer, Sor Citroen hace oidos sordos, y apuesta a que no debe estar cumpliendo bien con su hombre para que éste se ensañe con ella de esa manera. A pesar de las evidencias, le pide paciencia y le recomienda rectificar la actitud con su pareja. Y acto seguido, en lugar de acudir a la comisaría para denunciar los hechos, se planta ante la pescadería del tal Santiago (que no es otro que el mismísimo Alfonso del Real in person) y le solicita, de manera muy suave, que deje de darle de hostias a su consorte. El tendero, ante la hermana, se disculpa avergonzado, aunque le asegura que se ha casado con una inútil, añadiendo -con toda la tranquilidad del mundo- que, si de vez en cuando se le va la mano más de lo necesario, es debido a que ella no sabe ni cocinar ni planchar. Así, tal cual, a lo bruto. Ahí queda todo. Y la única que sale ganando con todo este episodio de violencia de género es nuestra espebilada monjita, la cual sale a la calle, para montar de nuevo en su Dos Caballos, portando entre sus manos el regalo y la penitencia de Don Santiago: un inmenso besugo.
Ciertamente, es muy triste repasar un título como éste y descubrir de qué modo tenían que ganarse la vida los actores y actrices de esa época. José Sacristán, José Orjas, Mari Carmen Prendes, Antonio Ferrandis o Margot Cottens, entre otros muchos, se veían obligados a aceptar estas pequeñas colaboraciones, a cuál más disparatada, para poder llevarse algo a la boca. Suerte que, de vez en cuando, cineastas más dignos como Bardem o Berlanga, les brindaban magníficas oportunidades a muchos de ellos, como ocurría, por ejemplo, con uno de los mayores histriones de nuestro cine: un José Luis López Vázquez que, en esta ocasión (y más pasado de rosca que nunca), daba vida a un quincorro, de aspecto "acantinflado", al que intenta redimir, durante todo el metraje, la lanzada Sor Citroen.
El spanish show estaba servido: un toque de comedia de lo más simple; cuatro tópicos amontonados sin ton ni son; un mucho de religión y de actos piadosos y, como complemento, una desagradable pestilencia reaccionaria que tiraba de espaldas. Así era buena parte del cine español de un tiempo muy concreto. No había otra cosa, excepto el encontrar la gloria en el esmerado servicio de bar en el hall.
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