23.6.07

¡Vaya cossa la del capitán Barbossa!

Con la irregular, aunque entretenida, Piratas del Caribe: La Maldición de la Perla Negra, Gore Verbinski encontró un filón de oro. Tres años después y como era de esperar, su desproporcionado (y no muy merecido) taquillaje provocó una nueva entrega, El Cofre del Hombre Muerto, a mi gusto la mejor y más divertida de la trilogía. A pesar de ello, ésta tenía un problema gigantesco; más que un problema, se trataba de una cuestión de mucho morro por parte de su director, ya que la película finalizaba con un continuará inmenso, pues dejaba a la mayor parte de sus personajes totalmente desamparados. En concreto, el amanerado capitán Jack Sparrow (ese Johnny Depp escapado del tocador de la señorita Pepis), había pasado a formar parte del otro barrio (que no de acera) y, fuera como fuese, tenía que regresar al mundo de los vivos.

Hete aquí cuando aparece el tercero y más reciente de los tres capítulos , En el Fin del Mundo; un episodio que, en parte, casi todo él, ya fue filmado al mismo tiempo que El Cofre del Hombre Muerto. Ello demuestra la gran soberbia de Verbinski y de sus productores, quienes, antes de su estreno, tenían claro que el espectador estaría dispuesto a devorar unos cuantos kilos más de palomitas para ver el rescate del afantasmado Jack Sparrow.

Piratas del Caribe: En el Fin del Mundo es una película de la que, a pesar de sus casi tres horas de metraje, sólo se pueden aprovechar los primeros quince minutos. Su prólogo, en el que se producen diversas ejecuciones ante la mirada del perverso Lord Cutler Beckett para, a continuación, desplazar la cámara hasta Singapur en busca de un nuevo personaje al que incluir en la trama (encarnado por el todoterreno Chow Yun-Fat), es lo mejor de un producto descabellado y totalmente vacío. El resto es la nada en forma de celuloide.

Con la excusa de que la serie posee un componente fantástico, en su guión (si es que a ello se le puede llamar guión) está permitido todo, empezando por las resurrecciones que, en este caso, están a la orden del día. Aquí te mato, aquí te levantas. El capitán Barbossa (un histriónico Geoffrey Rush) ya fue devuelto a la vida al final de la segunda entrega: una burda estrategia para convertirle en aliado de la parejita protagonista, Will Turner y Elizabeth Swan, y así, juntos, iniciar el salvamento de Sparrow; una operación de rescate a la que se unirá el pirata oriental Sao Feng, un tipo sanguinario que cederá en la propuesta, no sin antes pactar unos cuantos detalles para llevar a cabo su colaboración. Pactos, que por cierto, dudo yo que algún espectador haya pillado en lo más mínimo.

La historia, a partir de aquí, se convierte en un delirio de lo más aburrido, ilógico e interminable. Entre “la novena de las ocho piezas” de la que no cesan de hacer continuas referencias y la aparición, en el Más Allá, de un Jack Sparrow multiplicado a sí mismo por tropecientos, la película empieza a hacer aguas por todas partes (y más tratándose de una de piratas). Si no había suficiente con un único Johnny Depp representando a una bucanera locuela y pintarrajeada, Verbinski regala a la platea un ejército surrealista y de lo más patético de Sparrows desmelenados. Si no quieres caldo, tres tazas.

El hombre pulpo (aka Davy Jones para sus amiguetes), al igual que en la anterior entrega, sigue con su corazón guardado en un cofre, aunque éste, emulando a la falsa moneda, va de mano en mano; Will Turner aún pretende, de forma empecinada, devolver la vida a su padre (un Stellan Skarsgard lleno de purulencias y adosado a las paredes de un barco maldito), mientras la soseras de la Swan continuará debatiéndose entre el amor por el guapete del Turner y la reinona del Sparrow. Los gags son los de siempre. Desde el primer Piratas del Caribe éstos se suceden de forma reiterativa, casi mecánica: el ojo de madera del pirata tuerto y tonto; las chorradas maléficas del Barbossa; el perrito portador de las llaves de las celdas; las mariconadas sin sentido de Jack Sparrow; el mono inmortal... ¡Ésto si que es un déjà vu y no el de Tony Scott!

Y lo peor de todo es que, por muchos cañonazos y abordajes que hayan, en el film no hay nada que cuadre. A pesar de contar con tres horas en las que desenvolver una historia mínimamente coherente, Gore Verbinski decide ir a su bola. Él confía en que la platea tiene más que suficiente con un montón de efectos especiales espectaculares y unos cuantos chistecillos de andar por casa (aunque se trate de una repetición constante). Para él no existe la palabra argumento. ¿Para qué? Total, el público acudirá igualmente a las salas y el cineasta habrá conservado intactas sus neuronas. La ley del mínimo esfuerzo y la máxima compensación económica. La tomadura de pelo hace tiempo que resulta muy factible en Hollywood.

Durante su proyección, estuve tentado de abandonar la sala en más de una ocasión. Las miradas al reloj fueron numerosas. Las tres horas cayeron sobre mí como una losa, pero las ganas de ver al escacharrado Keith Richards, dando vida al papito de Jack Sparrow, pudieron más que las ansias por respirar de nuevo aire libre. Y total para cinco minutejos de nada. El tipo sale, demuestra que su rostro está compuesta de una sola e inmensa arruga, toca cuatro acordes en una guitarra española y, en un primerísimo primer plano, luce su mítico anillo con una calavera. Luego, fuera de pantalla, se embolsa una millonada de dólares, se esnifa a su padre y se va de gira. Ver para creer. Ganas de figurar y dar la nota. Un personaje tan innecesario como el resto del metraje.

Lo peor de todo es que el the end de Piratas del Caribe: En el Fin del Mundo, ofrece múltiples posibilidades para una nueva entrega. Y mucho más teniendo en cuanta que a Gore Verbinski no le cuesta nada ir resucitando a quien sea necesario con tal de seguir aumentando sus arcas.

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