
Los hermanos
Scott están en baja forma.
Ridley nos sale por peteneras y se desmarca con
Un Buen Año, una comedia de tres al cuarto, mientras que
Tony se monta su propio
déjà vu a través de un título que poco engaña,
Déjà Vu. O, al menos, esa es la impresión que me ha dado el último trabajo del realizador de
Domino. El arte de la poca originalidad y de la repetición envuelve a un producto que, sin escatimar ni un céntimo en su puesta en escena, no ofrece nada nuevo al espectador.
Déjà Vu es un
machihembrado de lujo bien filmado que, entre otras cosas, para su confección, ha pillado un poco de varias películas. Un
puzzle cinematográfico, un tanto forzado, construido a partir de la repetición del tema central de su entretenida
Enemigo Público (el control y vigilancia exhaustivos a los que nos tienen sometidos los gobernantes) y en el que, por otra parte, ha echado mano de un argumento demasiado recurrente y en extremo sobado en el cine actual: el de los viajes al pasado más inmediato y el inevitable planteamiento de la posible repercusión de estos actos de cara al futuro. La inolvidable primera entrega de
Regreso al Futuro o la deshilachada
Frequency, son un buen ejemplo de ello.
Denzel Washington repite, como protagonista y por tercera vez, en el universo de
Tony Scott, tras
Marea Roja y
El Fuego de la Venganza. Como casi siempre, el actor sale invicto con su comedida y efectiva interpretación, convirtiéndose –por derecho propio- en uno de los principales puntos de atracción del irregular aunque entretenido producto. Y digo
entretenido ya que, sin lugar a dudas, si alguna cosa domina el hermano de
Ridley (cuando huye de su molesto estilo
vídeoclipero) es la fuerza narrativa y visual de las bien acabadas y trepidantes escenas de acción. Una persecución automovilística, en la que se mezcla el presente y el pasado, se convierte, por su precisión, en uno de los momentos claves de un film en exceso previsible y con muy pocas sorpresas en su guión.

Nueva Orleans. Un atentado terrorista. Una explosión. Un
ferry abarrotado y en llamas. Un villano sin escrúpulos (
Jim Caviziel en un registro muy distinto al que nos tiene habituados). Un policía desaparecido, compañero del agente encargado de la investigación. Una joven secuestrada. Una particular y secretísima oficina del FBI, plagada de pantallas y desde la que se controlan todos los ángulos, habidos y por haber, de la ciudad. Todo un maremágnum de situaciones y escenarios que el director mezcla y agita para crear un
Déjà Vu ya visto (y valga la redundancia) anteriormente en demasiadas ocasiones.

No se puede negar que, a pesar de los pesares, la cinta tiene su gancho. El oficio de
Scott como realizador queda más que demostrado. Busca distraer al espectador y, en este aspecto, consigue su propósito. A trancas y a barrancas, pero lo consigue.
Déjà Vu tiene ritmo. Va al grano constantemente. No se anda con divagaciones al margen. Pero tanto va al grano, que su paupérrimo guión acaba siendo de lo más vacío que uno se pueda imaginar.
Vale que se trata de cine fantástico y que, como género, puede jugar con tantas hipótesis y alucinadas como le venga en gana. Pero, por muy fantástico que sea, resulta muy difícil tragarse la trama principal que nos plantean sus poco inspirados guionistas (
Bill Marsilii y
Terry Rossio). Puede colar lo de las cámaras de vigilancia vía satélite y la posibilidad de que, a través de éstas, se pueda acceder a acciones concretas ocurridas un par de días antes, centrando la acción en el personaje y lugar que se les antoje. Hasta aquí, tiene un pase. Pero lo del viajecito del
Washington, en calzón corto y camiseta, ya es otro cantar. Eso ya no me cuela ni con calzador.
Déjà Vu. Nunca un título estuvo tan acertado.
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