Sueños anhelados que tardan demasiado en cumplirse. Esperanzas perdidas a mitad del camino. Sentimientos enfrentados y a flor de piel. La dificultad de crecer. El amor. El desengaño. La violencia. La rabia. El odio. La impotencia. El desencanto... Todo esto y más aglutina el segundo film como realizador de Antonio Banderas, El Camino de los Ingleses; un camino idealizado cuyos protagonistas jamás podrán recorrer de extremo a extremo; un largo y adusto callejón sin salida, cuyas aceras abrigan las almas perdidas por todos aquellos que han llevado a cabo su imposible trayecto, intentando dejar atrás su adolescencia antes de tiempo.
El Camino de los Ingleses es una película difícil y dura; sólida como una roca; punzante como un aguijón. Al contrario que en la correcta Locos en Alabama -su debut como director-, no hay demasiadas concesiones a la comedia. Ésta es fría como el mármol y conscientemente distante con sus personajes, a los que vapulea y maltrata sin excepción alguna. Y cuando intenta acariciarles con cierto cariño, la displicente voz en off de un narrador con ínfulas de locutor de radio, recuerda a la platea que esos jóvenes que pululan por la pantalla están abocados a la tragedia. Una tragedia de magnitudes dantescas, en donde la lluvia y los rencores retenidos se aliarán de manera brutal.
El final de un verano en plenos años 70; el final de los sueños de juventud; el inicio de una madurez precipitada; el principio del dolor. Sumar La Divina Comedia y Verano Azul da como resultado El Camino de los Ingleses. Infierno, Purgatorio y Paraíso; sin bicicletas y sin Chanquete. Desazón; tristeza; asco... Y allí se encuentra, retenida entre las manos de la señorita del casco cartaginés, la poesía como válvula de escape. Una poesía en nada dulce. Una poesía en la que la vida y la muerte se revuelcan en la misma cama como amantes apasionados.
Un producto sorprendente, construido mediante suaves movimientos de cámara, lleno de ralentizaciones en busca del detalle y dotado de una inusual fuerza visual y narrativa que, por momentos, recuerda al cine del odiado-amado David Lynch. El regreso al terruño ha motivado al máximo a Antonio Banderas; un Banderas que demuestra su envidiable comodidad situándose tras la cámara. Y es que al hombre le ha salido un título redondo, perfectamente escalonado y sin fisuras, en donde otro malagueño, Antonio Soler, su guionista y escritor de la novela homónima en la que se basa, ha dado rienda suelta a sus sentimientos más íntimos –sin restricciones de ningún tipo- para dar vida a un grupo de personajes definidos de manera brillante, de entre los que Miguelito Dávila –el futuro poeta con un solo riñón- se alza como su más visible punto neurálgico.
Una película inteligente y diferente, plagada de emociones y de conmovedoras interpretaciones. Victoria Abril y Juan Diego apadrinan, con su indiscutible experiencia, a una deslumbrante jungla de jóvenes promesas. Ninguno de ellos está a destiempo, con lo cual, Banderas, también acaba destacando como un excelente director de actores. Todos están en su lugar, cumpliendo a la perfección su cometido.
Entre Locos en Alabama y El Camino de los Ingleses han transcurrido siete largos años. Espero que no pase tanto tiempo antes de su próxima película como director. Y es que Antonio Banderas, desde que se fue a hacer Las Américas, da mucho más de sí detrás de la cámara que delante de ella. Palabrita de Spaulding.
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