1967, el año en que una atípica película de James Bond, Casino Royale (un film al margen de los títulos oficiales de la serie), descubrió a toda una generación, a golpe de imágenes, que vivíamos inmersos en una sociedad en la que el pop y la psicodelia estaban a la orden del día. Al menos para mí y gracias al film, se reveló una estética distinta, en donde los pantalones acampanados, las minifaldas y los flashes luminosos se convertirían en una de las constantes de un cine que, en ese tiempo, ya empezaba a amar con cierta desmesura.
En realidad, y tras esa fuerza visual, se escondía una de las mayores gamberradas urdidas por un buen número de personajes populares (y con cierto prestigio) dentro del mundillo cinematográfico. Una gamberrada cruel; un disparo directo, entre ceja a ceja, a uno de los iconos de la pantalla grande. James Bond, el más archiconocido espía ficticio del momento, recibía su más fuerte bofetada desmitificadora. Realizada entre Operación Trueno y Sólo Se Vive Dos Veces, la figura de un joven Sean Connery pasó a ser sustituida por la de un maduro David Niven. 007 era un agente jubilado que, por orden de Su Majestad Británica, tenía que reincorporarse al servicio activo para suplir la figura de M, el jefe de su antiguo Servicio Secreto.
Bond es un tipo engreído que, a pesar de sufrir de una tartamudez bastante ridícula, aún intenta lucir su galanura y sus dotes de seducción. Debido a su brillante pasado como espía, será el encargado de orquestar todo el dispositivo necesario para desmantelar a una organización secreta, SMERSH, capitaneada por un oscuro personaje que, entre otras maldades, pretende eliminar de la faz de la Tierra a todos aquellos varones que midan más de 1,65 metros.
Como ven, en nada se asemeja el argumento central de éste con el Casino Royale recién estrenado. Ken Hughes, John Huston, Joseph McGrath, Robert Parrish y Val Guest, fue el quinteto de realizadores que, para la ocasión, fundió sus dispares estilos para conseguir una de las películas más surrealistas de los años sesenta. Una operación descabellada que también contó, entre su equipo de guionistas (aunque sin acreditar), con la presencia del mayúsculo Billy Wilder y de dos de los principales actores del film, Peter Sellers y Woody Allen, ambos recién salidos de otro experimento igualmente devastador y estrambótico, ¿Qué tal, Pussycat?, un título de pretensiones bastante paralelas a las de Casino Royale y al que, en un momento concreto, se le dedica un curioso guiño a través de la voz de Tom Jones y su recordado tema principal compuesto por Burt Bacharach.
La verdad es que no se puede hablar de Casino Royale sin citar a Burt Bacharach, un nombre que siempre irá unido al 007 más alucinógeno de la historia del cine. Y es que Bacharach, con su personalidad musical, dotó de vida propia al film. La banda sonora que especialmente compuso para éste se convirtió -con la ayuda de la trompeta de Herb Alpert y a la visible psicodélica de sus escenas- en uno de los elementos claves de un producto que, a pesar de su irregularidad, aún aguanta con la misma vitalidad que demostró en su época. Y es que su música ha acabado uniéndose, de manera indisoluble y con el paso de los años, a las imágenes de un James Bond al margen de todo y de todos. Una película de un tiempo y de un momento muy concreto; una película que aún vista ahora, sigue transportando al espectador al mismísimo epicentro de los 60.
Un Bond astracanado que no tuvo suficiente con la presencia de un solo 007 con el rostro de David Niven, pues tambien Peter Sellers, Woody Allen y Terence Cooper lucieron en el film los mismos dígitos identificativos de Niven. Y no sólo ellos, ya que, en un alarde de locura demencial por parte de sus guionistas, las tentadoras Ursula Andress y Daliah Lavi también obtuvieron el codiciado 007. Según el personaje de Niven -el único, incomparable y real James Bond-, la caótica multiplicación de cero cero sietes no era más que una inteligente estrategia para desorientar al enemigo. Ni los Marx, con su humor absurdo, llegaron tan lejos... Peter O’Toole asevera ser Richard Burton ante un Peter Sellers de ojos desorbitados; Woody Allen sufre ataques de mudez cada vez que se enfrenta a David Niven, su idolatrado tío en el film; un taxi transporta a Mata-Bond (la hija de James Bond y Mata-Hari) de Londres a Berlín, mientras que el susodicho Sellers muere ametrallado por un pelotón de gaiteros escoceses capitaneado por Ursula Andress. ¡Más madera! ¡Es la guerra!
Casino Royale. La primera novela de Bond escrita por Ian Fleming a principios de los 50. En contra de lo que muchos creen, ésta, la del 67, no fue la primera adaptación para la pantalla. En 1954, un tal William H. Brown Jr., adelantándose al mito cinematográfico del personaje, la llevó a la televisión en forma de un episodio para la serie Climax!; Barry Nelson fue 007 y el enigmático Peter Lorre se metió en la piel del pérfido Le Chiffre, el malvado de turno que en la de Daniel Craig interpreta Mads Mikkelsen y que en la versión de Huston and Cía. daba vida el mismísimo Orson Welles; un orondo Wells que, en medio de varias demostraciones de su apego por el mundo de la magia, jugó la mayor partida de black jack de su vida contra un rival imponente, un agente 007 con nombre de mujer, Evelyn Tremble (aka Peter Sellers).
Casino Royale. El segundo casino de la historia Bond. El casino más surrealista del mundo. Un casino en el que destacaban las minifaldas de la Andress y Joanna Pettet; dos pares de muslos que quedaron grabados en mi mente desde mi más tierna infancia. Quizás esos cuatro muslámenes, sumados al maravilloso The Look of Love de Bacharach, Alpert y la voz de Dusty Springfield, sean los responsables de mi apego por Casino Royale, el del 67.
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