A pesar la clara tendencia por abusar de ciertos golpes de efecto ya explotados por otros títulos (la agobiante escena de la autopsia es un claro reflejo de la de El Silencio de los Corderos), no rehusó rodear a su film del universo morboso, amoral y plagado de iconografía religiosa con el que distinguió a sus dos cortos más significativos (Alicia y Días Sin Luz), lo cual dio un toque de personalidad a Los Sin Nombre que lo diferenciaba de sus referentes. No es de extrañar, por ello, que toda su proyección esté salpicada de bruscos, breves y enigmáticos insertos que, sin romper la trama central, intentan -de manera un tanto engañosa- sobresaltar al espectador. Y digo lo de engañosa porque, en realidad, los citados y abruptos añadidos poco (o nada) tienen que ver con su argumento.
Los Sin Nombre se centra en una desconsolada madre que recibe una espeluznante llamada, en la cual, una voz de niña, asegura ser su hija; una niña que fue asesinada cinco años antes. Contactando con el escéptico policía que llevó el caso en su momento, ahora fuera del Cuerpo y dispuesto a investigar por su cuenta y riesgo, iniciará las pesquisas pertinentes para descifrar el misterio que se esconde tras ese grito de socorro telefónico que se repetirá en múltiples ocasiones. Una funesta secta, varios crímenes y la posibilidad de enfrentarse con el fantasma de la pequeña muerta, se barajarán en el devenir de la atípica pareja protagonista.
La cinta se abre con una escena fuerte y muy poco habitual en el cine español de hace casi una década; la del descubrimiento del cadáver desfigurado y putrefacto de una niña y el posterior reconocimiento del cuerpo por parte de sus padres. Una morbosa introducción, planificada con nocturnidad y alevosía, para llamar la atención del espectador. La creación de atmósferas tensas y enfermizas, en definitva, es lo que mejor domina el realizador en su cine; un hecho indiscutible que ha ido demostrando a lo largo de su posterior, corta e irregular filmografía (exceptuando esa cosa nefasta dedicada a Operación Triunfo). Desarrollar un buen guión es aún la asignatura pendiente de Balagueró: el largo monólogo de un jesuita con acento catalán, colocado con la intención de aclarar algunos detalles esotéricos, es un buen ejemplo de ello. Es por ello que, supliendo la ausencia de ese guión, en este caso optó por el impacto gore y la intriga. Y es aquí en donde mejor le funciona precisamente el producto.
La historia, en sí misma, hace aguas por muchas partes, pues ésta se muestra llena de poros y de detalles mal explicados. Toda su fuerza radica en la imagen. Y ello tiene mucho mérito pues, tratándose de una ópera prima, recurre a una cuidada fotografía que, a base de primeros planos, logra disimular las posibles deficiencias escenográficas que puedan causar la falta de un presupuesto mínimamente holgado. En ese aspecto, Jaume Balagueró y sus dos directores de fotografía (Albert Carreras y Xavi Giménez), se consolidaron como unos verdaderos y meticulosos artesanos.
Un turbio Karra Elejalde y una soberbia Emma Vilarasau (con cierto toque a lo Carmen Maura de antaño), cargan de manera eficiente con casi todo el peso de la película. Dos puntales magníficos que, gracias a su trabajo, hacen olvidar la irregularidad de algunos secundarios que, con sus forzadas interpretaciones, rompen un poco la atmósfera inquietante lograda por el realizador. La impavidez de Tristán Ulloa o el histrionismo con el que Manuel Bronchud afronta su perverso personaje (el de un tipo atrapado por el sadismo) pueden llegar a resultar incluso risibles.
He de reconocer que, desde su pase en el festival de Sitges (hace de ello bastantes años), no había vuelto a revisar este título. Les puedo asegurar que, en aquella ocasión, la cinta me atrapó bastante más que ahora. Su truculencia y su dispersión argumental la han acabado dañando, aunque de ella, siempre quedará el espíritu de su director por renovar el género fantástico en nuestro país, ensayando con nuevas fórmulas y distanciándose de las casposidades a las que nos tenían acostumbrados Naschy y compañía. Y por tratarse, en su día, de un producto que, a pesar de los pesares, dignificó en parte la maltrecha producción catalana.
Es una pena que la brillantez que dejaba entrever por momentos su puesta en escena, no haya ido a más en sus siguientes películas. Al contrario: el cine de Balagueró parece haberse encallado y, a mi parecer, su mejor logro hasta el momento ha sido Para Entrar a Vivir, el capítulo televisivo que dirigió para la reciente revisitación de las añejas Historias Para No Dormir de Narciso Ibáñez Serrador.
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