Mucho envoltorio provocativo y poca chicha. Bueno..., lo de poca chicha es bastante erróneo, ya que si de algo va sobrada la cinta de John Cameron Mitchell es de eso. Penes erectos, culos en pompa, enculadas varias, vaginas mojadas y múltiples pechos, están a la orden del día. Y no es de extrañar, pues Shortbus, aparte del título, es un antro neoyorquino en el que se reune, cada noche, una fauna de lo más variopinta, en nada monocromática y con tendencia a la promiscuidad; un lugar de tonos rojizos en el que se realizan, en comandita y a mogollón, prácticas sexuales de todos los colores. Homosexuales, lesbianas, travestidos, heterosexuales, sadomasos, políticos jubilados... ¡y hasta incluso algún que otro músico!... son sus clientes habituales. O sea, gente de mal vivir.
Para no ser calificada como una película guarra sin más, el Cameron Mitchell la ha disfrazado un poquito con cuatro trazos pseudointelectuales y en teoría muy profundos. Todos sus personajes (del primero al último) están muy insatisfechos con su sexo y sus respectivas parejas. James y Jamie, dos jóvenes gays que llevan más de cinco años viviendo juntos, pasan por una fuerte crisis sentimental. La chino-canadiense (¿o era japonesa-canadiense?), es una terapeuta sexual traumatizada por no haber alcanzado jamás el orgasmo al lado de su marido, mientras que la dominatrix que abre el film, se muestra como un ser solitario que sólo consigue el máximo placer con la ayuda de su propia mano aunque, al mismo tiempo, desearía unos cuantos lametones bien dados por parte de la oriental inorgásmica.
Todo ello no son más que meras excusas falsamente progresistas para que su realizador pueda mostrar un circo sexual exento de cualquier atisbo de buen cine. Fellini (a su modo), Woody Allen y otros cuantos más, han plasmado mucho mejor en sus films-y en numerosas ocasiones- temas como los de la insatisfacción sexual y de pareja, el suicidio o las relaciones humanas en general, sin tener que recurrir, para ello, a ese jolgorio orgiástico tan innecesario como petulante. Para eso, es mejor olvidar tanta coartada pretenciosa y hacer directamente una porno. Al menos, sería más divertida y sin tanta comida de p... coco.
Sin ir más lejos, el desaparecido Eloy de la Iglesia (por muy cutre que fuera su cine), consiguió títulos similares, mucho más arriesgados y menos valorados que esta fatuidad con ínfulas de arte y ensayo; una fatuidad que, aparte de aburrida y reiterativa, se me antoja pésimamente filmada y peor escrita. Y todo ello sin ponerme a divagar sobre su cursilón the end musical en donde, al estilo de ¡Viva la gente!, lanza un peligroso (y nada integrador) canto de hermandad a favor del mundo gay.
Eso sí: sólo hay un detalle que, de tan grotesco y delirante, me resultó francamente divertido (y más tratándose de una generación de neoyorquinos que se pasan media película recordando la cruda huella que les dejó el fatídico 11-S). Tomen buena nota de la imagen: tres jóvenes homosexuales, en pelota picada, practicando sexo oral en cadena y entonando, al unísono y con la boca llena, el himno nacional norteamericano. ¿Se imaginan una escena similar, protagonizada, por ejemplo, por Javier Bardem, Jordi Moyà y Ernesto Alterio?
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