22.2.07

La otra cara de la moneda

Todas las previsiones apuntaban a que Cartas Desde Iwo Jima fuera un film mucho más compacto que Banderas de Nuestros Padres, aunque personalmente me ha defraudado bastante. No se trata de una mala película, ni mucho menos, pero en ningún momento acabé de entrar en la propuesta. Eastwood sabe colocar la cámara a la perfección y se muestra espléndido (como gato viejo que es) a la hora de resolver las escenas más comprometidas de manera brillante, tal y como hace en un vibrante pasaje, en el que un grupo reducido de soldados, atemorizados por la impotencia de la situación en la que se encuentran, opta por el suicidio en cadena. Un momento turbador que, por si mismo, abre todas las claves posibles para desentrañar la miseria y la ilógica que abrigan las guerras.


Tal y como ya se ha publicado en centenares de medios, con Cartas desde Iwo Jima, el realizador de Mystic River se sitúa al otro lado de la moneda y -si en su anterior film nos narraba la visión norteamericana de unos hechos concretos ocurridos durante la Guerra del Pacífico- en éste se decanta por ofrecer la mirada y las vivencias de los japoneses que fueron enviados a defender la isla de Iwo Jima. Para ello, la película está rodada con actores nipones y hablada íntegramente en japonés, cosa que ha obligado a Eastwood -para darle más credibilidad a esta visión- a otorgarle un enfoque narrativo y visual mucho más cercano al del cine oriental que al de la gran producción hollywoodiense.

La película está cargada de muy buenas intenciones, ello es innegable. Al igual que en Banderas de Nuestros Padres, vuelve a ejercer de abogado del diablo y deja bien clara la absurdidad de las guerras y la utilización de los soldaditos como piezas totalmente manipulables por parte de los gobernantes. Pura maquinaria de destrucción y de reciclaje. Con la suma de los dos títulos, asoma una lectura incuestionable: los enemigos no son (ni serán jamás) los que en realidad se enfrentan y mueren en los campos de batalla.

A pesar de sus innumerables y perfectamente construidas escenas de acción, en Cartas Desde Iwo Jima -al contrario que en su percepción anterior del bando norteamericano- vuelve a apostar por el intimismo, con lo cual se recrea (en exceso) en los pensamientos, divagaciones y actos del personaje interpretado por el veterano (y excelente) Ken Watanabe, el general al mando de uno de los destacamentos militares de la zona, al tiempo que se muestra repetitivo y lento en la mayor parte de las claustrofóbicas escenas (que son muchas, demasiadas) que transcurren en el interior de las oscuras cuevas que servían de refugio a los soldados japoneses. La composición escenográfica e interpretativa de las citadas escenas resulta demasiado teatral, lo cual le da un aspecto de irrealidad a la cinta que rompe en parte con la imagen de autenticidad que pretenda dar, tal y como hace (con nota alta) con los crueles pasajes en los que la violencia y la acción se convierten en los principales puntos de atención del cineasta. También es posible que, esa teatralidad, no sea asumida del todo por el director ya que, en el fondo, rezuma todo el estilo interpretativo de los actores nipones; un estilo que, por cierto y personalmente, me irrita hasta extremos inenarrables.

A mi gusto, las grandes expectativas que levantaba el film han quedado en muy poca cosa. Aparte de la corrección cinematográfica (el magnífico tratamiento de su fotografía, mediante un color sepia cercano al blanco y negro) y, ante todo, de producción, no ofrece mucho más que el título anterior. Cambia los decorados y los personajes, pero la idea sigue siendo la misma. E incluso, en ciertos aspectos, me atrevería a afirmar que resulta un tanto maniquea, pues retrata al ejército japonés -en general- como a una gigantesca entidad formada por alucinados y conscientes kamikazes que, debido a su básico y mínimo armamento y a su poca (o nula) claridad estratégica, tenían muy asimilado, desde el inicio de la guerra, que ellos iban a ser los vencidos. Una idea bastante prepotente y pro yanqui, muy a lo Spielberg (que por algo es el productor), en la que la superioridad –en todos los aspectos- se inclina en la balanza hacia el domicilio del Tío Sam, por mucho final sensiblero (y un poco cursi y exagerado) que nos coloque.

Sin lugar a dudas, me quedo con el Eastwood de Mystic River, Million Dollar Baby y, si mucho me apuran, de Poder Absoluto. Y es que a este hombre, uno de los grandes clásicos vivientes del Séptimo Arte, lo de los uniformes y la ampulosidad no le acaban de funcionar del todo. La sencillez narrativa es realmente lo suyo.

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