Una estación de ferrocarril, vieja y destartalada, en medio del desierto. Tres indivíduos aparecen en escena; uno de ellos es de piel negra. El anciano que ejerce las funciones de jefe de estación se teme lo peor. Las miradas entre unos y otros son constantes. Nadie dice ni una palabra. Silencio total. Los recién llegados se separan. Cada uno de ellos toma una posición estratégica. Un elevado depósito de agua gotea sobre la despejada cabeza del hombre de color. Éste cubre su calva con un sombrero. El continuo y lento impacto de las gotas sobre la tela rompe el mutismo del lugar. Uno de los otros dos, opta por sentarse en un banco y jugar con su revolver, mientras una mosca no para de danzar sobre su sudado y sucio rostro. Los tres otean el horizonte y, de vez en cuando, se observan entre ellos. Esperan a alguien. A lo lejos suena un tren que se acerca a la estación. Los forasteros abandonan sus puntos estratégicos y avanzan hasta las vías del ferrocarril, el cual se detiene ante ellos. Ningún pasajero sale de él. Los tres sujetos parecen extrañados. El convoy arranca de nuevo y, cuando deja libre la visión del horizonte, al otro lado del andén se atisba a un nuevo fulano con un par de maletas en el suelo. Entre los cuatro se cruzan algunas palabras. De golpe, todos desenfundan sus armas al unísono y disparan. Sólo sobrevive al tiroteo el pistolero del tren; el de las maletas.
Esta es la escena magistral con la que se abre Hasta Que Llegó Su Hora, una de las películas de Sergio Leone más apreciadas, en general, por la crítica. En cambio, a mi parecer, se trata de una de las más sobrevaloradas del director italiano. Y ello no quiere decir, ni mucho menos, que la considere un mal trabajo, aunque si denota (a lo largo de su exagerado metraje) una fórmula un tanto cansina y aburrida. En ella, durante sus casi tres horas de duración, Leone mezcló lo mejor y lo peor de su filmografía. Capaz de abrir la cinta con un momento tan brillante como el anteriormente narrado cae, al mismo tiempo, en el abuso de una exagerada cantidad de tiempos muertos tan innecesarios como reiterativos. Y de vez en cuando, tras cargar baterías con sus siestas, obsequia al espectador con una secuencia tanto o más impresionante que la inicial.
Está claro que Leone sabía colocar la cámara de modo perfecto. Su concepción escénica y visual era única. Pero, por esa misma concepción y tal y como le ocurrió en este film, a veces se emborrachaba demasiado de su propio talento. Así lo demuestran, por ejemplo, la innumerable cantidad de primerísimos e inmóviles primeros planos en los cuales, el objetivo, se centraba únicamente en los ojos de sus protagonistas. No contento con tanta profundidad milimétrica, también se decantó por una atmósfera sonora plagada de irritantes silencios, rotos tan sólo por el sonido ambiente. Sumándole a estas constantes una enervante parquedad de diálogos, da a pensar que la historia que cuenta le importaba muy poco al realizador. La búsqueda minuciosa, casi microscópica, de los poros de la piel de cada uno de sus personajes, le interesaba más que la simple trama planteada. Una trama en la que se barajan pistoleros a sueldo, una viuda hermosa en busca de su herencia, vengadores polvorientos, un par de bandas de malhechores y un perverso magnate de los ferrocarriles aquejado de una enfermedad incurable.
El apreciado Carlos Pumares, ante tal número de tiempos muertos y miradas perdidas, afirmó en su día, no sin cierta razón, que “si Bergman hubiera hecho un western, habría realizado Hasta Que Llegó Su Hora”. Por mi parte, cambiaría la figura de Ingmar Bergman por la de Bernardo Bertolucci, quien consta acreditado como uno de los guionistas al lado de Dario Argento y el propio Leone. Es innegable que el cine del director de El Último Tango en París está muy presente en esta película; desde su adormecida narrativa hasta su habitual y acentuado retrato de seres marginados y atormentados. Su presencia no fue pura coincidencia.
Por suerte, tal y como he avanzado anteriormente, a lo largo de la angosta proyección hay varios soplos de cine en estado puro. De ese gran cine en el que se aúnan, a la perfección y como un único cuerpo, todos los elementos técnicos, de guión e interpretativos de una producción. Curiosamente, son los instantes anteriores y posteriores a los fragmentos más crudos y violentos. Leone sabía crear tensión al límite y, justo allí, a modo de herramienta psicológica, es cuando utilizó modélicamente los silencios y las perennes miradas. Un sudoroso Charles Bronson recordando, a través de un flash-back, un crudo suceso del pasado en el que una armónica tenía un fuerte peso específico; un malvado (e histriónico) Henry Fonda, atemorizado al verse desamparado en medio de un tiroteo; la “forzada” intimidad sexual entre éste y una tentadora Claudia Cardinale o la muerte violenta de una familia en manos de un grupo de criminales armados, son imágenes que, tanto por su inspiración visual como narrativa, han pasado a formar parte, por derecho propio, de la historia del Séptimo Arte.
C’era Una Volta Il West es su título en original; un título que, a pesar de sus errores, abrió nuevos frentes de expresión para lo que se dio en llamar spaguetti-western. Aquí, cuatro iluminados, le cambiaron su epígrafe por el teóricamente más comercial de Hasta Que Llegó Su Hora, destrozando así las intenciones de un Sergio Leone que, por aquel entonces, ya pensaba en su gran obra maestra, Érase Una Vez En América, y también en la posibilidad de cerrar la hipotética trilogía con Érase Una Vez En Rusia. Un infarto mortal, a la pronta edad de 60 años, acabó con tal proyecto. De hecho, repasando de nuevo la película que abría este fresco histórico, y prestando una especial atención a la maravillosa banda sonora de Ennio Morricone, se intuyen pasajes musicales que, con variaciones y nuevos arreglos, volvió a utilizar en la citada Érase Una Vez en América, su trabajo póstumo.
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