Gilliam ama el exceso. Su imaginería visual está por encima de todo. Si algo interesante y loable posee El Secreto de los Hermanos Grimm es su impecable factura estética. El fantasmagórico bosque en el que transcurre la mayor parte del film, es ciertamente prodigioso. Árboles con vida propia, lobos hambrientos, castillos en ruinas y reinas embrujadas se mezclan, entre sí, para darle un aire escalofriantemente lóbrego. Da la impresión que, para la confección definitiva de ese bosque, el ex Monty Python haya recurrido a las imágenes de dos títulos en parte paralelos a sus intenciones, En Compañía de Lobos y Sleepy Hollow. Junten la oscuridad del film de Neil Jordan (y sus referencias a Caperucita Roja) con el concepto del horror del de Burton y añádanle, al mismo tiempo, esos planos, un tanto rocambolescos y gran angulares, marca registrada de la casa Gilliam. Una maravilla de ambientación, vaya. Nada que decir en contra de ella; sólo elogios.
Pero la película se queda ahí. Bueno, para ser benevolente, le sumaré sus cuidados efectos especiales y la presencia de una belleza intachable (y de impacto), la de Lena Headey, poco más que correcta en su papel. El resto hace agua por todas partes. Su guión es de perogrullo. La historia que nos ofrece es mínima y peligrosamente previsible. La trampa del mismo se basa en barajar varios de los cuentos y leyendas publicadas por los Grimm (Hansel y Gretel y Caperucita Roja, entre ellos), insertar varias referencias más a ciertos tópicos sobre el tema (como el del necesario beso de un príncipe para despertar a una doncella muerta) e intentar, al mismo tiempo, darle un tono diferente a la película para distanciarse de Shrek, el título más innovador y fresco en este aspecto. De todos modos, y pese a querer conservar las distancias con la película de la Dreamworks, acaba haciéndole un guiño inconsciente a la misma, al utilizar un monstruo animatrónico, pegajuntoso y negruzco, que se desparrama y vuelve a restaurarse ante los rotundos mamporrazos que le suelta la Headey.
Uno de los grandes errores de esta paranoica visión sobre el universo de los Grimm se encuentra en la manera de afrontar su tratamiento. Terry Gilliam se ha quedado a medias tintas en muchos aspectos, pero el peor de todos ha sido el no haberse centrarse en un único género. La película, sin orden ni concierto, salta de un estilo a otro. Comedia, fantástico y cine infantil se aúnan formando un bebedizo poco sustancioso. Su innecesario tono de comedia barata es molesto; las pretensiones de querer orientar la trama hacia los más pequeños son fallidas y sólo le funcionan, a medias, sus toques más sombríos. El resto es pura pantomima por parte de unos actores demasiado apayasados, llevándose la palma de todos ellos Peter Stormare. Tenía a este hombre por un buen actor, pero después de ver la manera de moldear su personaje en El Secreto de los Hermanos Grimm creeré un poco menos en él. La verdad es que, durante toda la proyección, sus exagerados gestos y las tonterías que realiza me sacaron un tanto de quicio.
Matt Damon y Heath Ledger son, respectivamente, Wilhelm y Jacob Grimm. Una versión americanizada de los Hermanos Malasombra. Mientras Ledger salva más o menos su cometido, Matt Damon hace gala de su innata sosería y se le nota más perdido que a un pez fuera del agua. Y ambos, en su delirio interpretativo, intentan hacerle sombra, en todo momento, al insoportable personaje de Stormare, al igual que le ocurre al siempre excelente Jonathan Pryce, en esta ocasión rasado a la misma altura que sus compañeros. Por no hablar ya del patético rol encarnado por Monica Bellucci, en un homenaje -un tanto forzado- a la maquiavélica bruja de Blancanieves y los 7 Enanitos.
Definitivamente, me quedo con el Gilliam de El rey Pescador y 12 Monos.
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