Uno de los valores positivos que se le pueden atribuir a Zulú es la presencia de Michael Caine en una de sus primeras y más relevantes interpretaciones como co-protagonista y que, con su presencia, logró incluso robarle algunos planos a Stanley Baker, por aquel entonces uno de los actores más prestigiosos de Inglaterra y, al mismo tiempo, productor de la película.
La cinta, dirigida con una eficacia cuestionable por Cy Endfield, narra uno de los episodios verídicos que ocurrieron en Sudáfrica, en 1879, durante una las numerosas guerras coloniales que sostuvo el ejército británico. En concreto, Zulú se centra en los avatares de un pequeño batallón militar que –compuesto por poco más de un centenar de soldados resguardados en un pequeño puesto militar-, tuvo que enfrentarse a 4.000 indígenas con ganas de sangre.
Caine y Baker son los dos oficiales al mando de la compañía. Sobre ellos recaen las máximas labores interpretativas, consiguiendo un recordado duelo actoral del que, como he citado anteriormente, salió ganador el primero. Baker es ampuloso y recto, extremadamente militarista. Caine es un bon vivant, hijo de familia aristocrática y que tendrá que enfrentarse, por primera vez, con el enemigo en el campo de batalla. Los dimes y diretes entre el uno y otro se convierten en uno de los platos fuertes de la función. Y, a veces, tanta verborrea discursiva, acaba antojándose repetitiva.
El film tiene un grave error. Para ser una película de aventuras al uso, le cuesta mucho entrar a fondo en el espíritu del género. Posee un arranque fenomenal para, posteriormente, bajar su ritmo inicial y entrar en un tiempo muerto y somnoliento difícil de digerir. La cámara busca a esos dos oficiales para mostrarnos sus diferentes puntos de vista ante la batalla que se avecina. Por otra parte, también se acerca al resto de soldados confinados en esa especie de fuerte. Y, tanto en un caso como en el otro, se muestra un tanto forzado en el dibujo de los personajes.
De todos modos y a través de sus secundarios, espléndidos todos ellos, consigue un crítico retrato sobre el terror y el miedo a lo desconocido. La muerte y la absurdidad de la guerra se ven reflejadas en sus rostros descompuestos y en sus diálogos. Pero, a pesar de ello, el ritmo sigue sin subir, sin cesar de darle vueltas, una y otra vez, a los mismos conceptos. John Ford, a esas alturas del relato, y teniendo a varios oficiales del Séptimo de Caballería sitiados por los indios, ya habría entrado directamente en materia. Y Endfield, sabedor del ansia del público por la espectacularidad de la contienda, alarga demasiado ese momento.
Pero cuando la esperada explosión de violencia llega, el film da un cambio radical. Su ritmo se vuelve frenético. A pesar de las cantidades ingentes de zulúes rodeando el puesto británico, los indígenas se convierten en el vivo retrato del anonimato. Sus rostros y figuras son etéreos. En el campo de batalla, el enemigo siempre es etéreo. No importa quién es. Mejor no saberlo. Los disparos y golpes de bayoneta serían mucho más duros sin ese anonimato. Matar a un número, siempre es más sencillo que matar a un cuerpo con sentimientos. Y Endfield retrata a la perfección este aspecto.
Teniendo en cuenta que se produjo hace ya unos cuantos años, en 1964, las escenas de violencia y lucha están perfectamente filmadas y coreografiadas. El acoso y derribo le queda fenomenal, lo cual es una prueba fehaciente de que, sin los efectos especiales y la informática actual, se podían filmar vibrantes escenas de acción. Mucho más artesanales y meritorias que las de ahora. Eso sí, menos efectivas pues, por ejemplo, las luchas cuerpo, rematadas con la inserción de una aguda lanza o de una bayoneta en el cuerpo del rival, quedan mucho más falsas y teatrales que la de los detallistas toques informáticos del cine actual. Aún y así, me quedo con esa antigua manera de filmar. A veces no es necesario recrearse tanto en los aspectos más morbosos (y un tanto gore) como hacen ciertos realizadores de hoy en día. Vale la pena que el espectador ponga un poco más de imaginación por su parte para que, como en el caso del film que ahora nos ocupa, los aplausos en la platea no se hagan de rogar. ¿Se acuerdan, hace unos años, de qué manera eran vitoreados los héroes por el público cuando realizaban una sublime proeza? ¡Qué tiempos aquellos! Y Zulú, precisamente, pertenece a ese tipo de películas.
Por desgracia, después de la tormenta llega la calma. Puede estar basada en un caso verídico, pero su epílogo final, tal y como la plantea Endfield, resulta difícil de tragar. Precipitado y, al mismo tiempo, capaz de romper la crítica antibélica con la que había puntualizado ciertos pasajes de la proyección. Cambia de tercio y, a pesar de los sentimientos de desolación de sus protagonistas ante tanto cadáver innecesario, termina desviándose hacia el militarismo más radical. Y precisamente, por culpa de esa dualidad benevolente con la que cierra el film, éste finalmente acaba conviertiéndose en un producto irregular, aunque plagado de momentos brillantes. Podría ser mejor. E incluso peor.
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