Con mi ágil soltura de andarín callejero, saltando charcos e intentando no pisar el barro, encaminé mis pasos hacia la puerta de entrada del citado Pueblo Español. Allí, ante unos tipos que tenían toda la pinta de pertenecer al equipo técnico de la película, me di a conocer:
- Soy Spaulding. Me han dicho que os comentara que vengo a sustituir al obispo.
Intuí una sonrisa sarcástica en un tipo que llevaba un pinganillo en la oreja y un pequeño micrófono inalámbrico cerca de sus labios. Susurró unas cuantas palabras en inglés –de las que sólo intuí el vocablo bishop- y, a los pocos minutos, apareció un amable joven que, a través de gestos, me indicó que le siguiera.
El diálogo entre ese ser y yo fue mínimo. Hablaba alemán. Yo, catalán o castellano. La lengua empezaba a interponerse en mi meteórica carrera como actor. Y mi guía no sólo chapurreaba un idioma totalmente desconocido que me transportaba a los tiempos de Lili Marlene; el tío andaba a cien por hora por las enrevesadas calles del Pueblo Español hasta que, de pronto, cruzamos el set principal, situado en la plaza mayor de ese enclave. Una inmensa plaza en cuyo centro se había construido un patíbulo, lugar en el que, a buen seguro, debería morir ajusticiado el protagonista principal. El suelo estaba cubierto de grandes capas de gomaespuma mientras, al otro extremo de ese gran espacio, se encontraba montado el palco obispal, con un trono majestuoso colocado en medio del estrado y en primera fila. Allí, supuse, debería aposentarme yo durante esa escena tan esperada.
Sorteamos a todo tipo de técnicos. Se estaban montando las cámaras. Conté unas seis de ellas. Cables eléctricos de grosor considerable cruzaban toda la plaza. Gigantescos focos y pantallas blancas para difuminar la luz estaban situadas de manera estratégica. Me introdujo en una pequeña habitación destartalada y sucia, muy sucia, llena de aparatos sofisticados que fui incapaz de reconocer. Subimos por unas empinadas escaleras metálicas y salimos de nuevo al exterior. Estábamos en la parte posterior del Pueblo Español. Allí se encontraban varias roulottes, una detrás de la otra, con diferentes letreros en sus respectivas puertas de entrada. Me quedé, ante todo, con la de Make-Up & Hair. Eso lo entendí. Maquillaje y Peluquería. Pasito a pasito, acabaría dominando la lengua de Chespir.
Una chica agradable, catalana y de baja estatura, se dirigió a mí:
- Eres el doble del bishop, ¿verdad? – me preguntó sonriente.
- Exacto – aseguré, aunque no acababa de entender porqué sonreían tanto con mi presencia
- Sígueme, voy a vestirte.
Recordé, en esos momentos, que mi mujer, cuando hizo de figurante, tuvo que cambiarse en una inmensa sala colectiva, en la que otros extras se enfundaban en sus respectivos ropajes. Como en la mili, estaba convencido de que me llevarían a otra estancia similar.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando me hizo entrar en una de las caravanas. La última de todas, en la que podía leerse, en letras grades, Bishop Of Grasse. Obispo de Grasse. O sea, el eclesiástico de más poder de la aldea de Grasse, el lugar en el que transcurre parte de la acción de El Perfume.
Por lo que me contó la simpática asistente, esa roulotte pertenecía a la del actor al que suplantaba, un hombre ya mayor y con la salud un tanto mermada. Un habitáculo que, durante ese día, sería de mi entera propiedad. En esos momentos tuve claro que estaba naciendo la estrella Spaulding. Aire acondicionado, nevera, dos sofás, cagadero, ducha y lavabo. Una maravilla. Ni Luis Ciges hubiera soñado con esos lujos.
La joven me contó que un doble de actor era diferente a un figurante. Me aseguró que estaría mucho más mimado y que, en lugar de comer con el populacho -en una nave acondicionada como comedor-, lo haría al lado de las estrellas y del equipo técnico. Lo nunca imaginado.
A continuación me hizo quitar la ropa, excepto mis calzoncillos estilo Cary Grant. Me puso una larga camiseta blanca de algodón, tipo camisón de dormir, encima de mi torso y unos pequeños calzones morados que me llegaban hasta más abajo de las rodillas. También me enfundó unas medias grises que me llegaban a la altura de los muslos. ¡Vaya pinta de maricona debería tener en esos momentos! Mientras estábamos en ello, pensé en las rarezas del clero a la hora de vestir. Acto seguido, me colocó una larguísima sotana del mismo color que los calzones, en la que, por lo menos, habían más de veinte botones. Puso sobre mis hombros una casulla y me hizo calzar unos viejos zapatos, acabados en punta, del mismo tono que el resto de mi equipaje, rematando la faena con una enorme cruz dorada sobre el pecho. La capa y el báculo me los entregarían justo antes de empezar a rodar. Me vi en el espejo y descubrí lo que llegaba a imponer con mi sacrosanto atuendo. ¡Qué seriedad, qué porte! ¿Qué pensarían mis padres si me vieran de esa guisa?.
Necesitaba urgentemente hacerme una foto disfrazado de obispo. Por desgracia, descubrí que el atuendo religioso no tenía un puto bolsillo. Sólo en los calzones, a la altura de los genitales, poseía un pequeño e incómodo saquito en el que no cabía la cámara fotográfica. Allí, a duras penas, pude esconder el paquete de tabaco, un encendedor y el móvil. Más, imposible. Y no vean que show montaba cada vez que quería fumar un pitillo, pues tenía que arremangarme la interminable sotana hasta el ombligo e introducir, dramáticamente, la mano en ese pequeño bolso hurgando en busca de la nicotina. Y no les cuento el sufrimiento que padecí cada vez que tenía que echar una meadita. Que incómodo resulta eso de ser cura.
- Acompáñame a maquillaje, allí acabarán de arreglarte- me sugirió la asistenta.
En la caravana de Make-Up & Hair no sólo me encasquetaron una pequeña boina colorada sobre mi calvorota. Me cortaron un poco el cabello y, acto seguido, me tiñeron los pocos pelos que me quedan de color blanco. En cinco minutos había envejecido una eternidad. Aunque, bien mirado, vestido de manera tan solemne, ante al espejo, me encontré más interesante de lo normal. Sólo una cosa me preocupaba. Eran esos extraños y sobresalientes cabellos laterales, que habían quedado demasiado levantados y en forma un tanto triangular. Se lo indiqué a mi maquilladora y peluquera alemana a través de mi macarrónico inglés:
- I Am Crusty the Clown, of The Simpsons.
Me sorprendí, pues, a pesar de mi chapucero acento, pilló la broma al instante.
Entre el tiempo que pasé vistiéndome y los posteriores retoques de maquillaje, eran ya más de las diez de la mañana. Me sentaron entre dos dobles más y nos indicaron que esperásemos a que terminaran de rodar una escena que, en esos momentos, transcurría en el set de la Plaza Mayor. Una escena que, a base de repetirla una y otra vez, duró hasta casi la una del mediodía. Mientras, y a cuenta de la casa, me zampé un bocadillo de atún y me tragué un café con leche y un par de Coca-Colas.
La espera era larga. Pero antes de subirme al trono obispal, aún tendría que comer entre las estrellas. De todos modos, en compañía de mis dos colegas vestidos de honrados y adinerados ciudadanos de esa época, decidimos matar el tiempo. Para ello, desde una ventana un tanto sucia, observamos el rodaje que tenía lugar en ese momento. Ciertamente, los tres quedamos estupefactos ante lo que estábamos viendo. Aún y así, para calmar mis nervios, recordé las perversiones de Hitchcock cuando ejercía de mirón compulsivo.
El Twilight Zone acababa de empezar y ya no había manera humana de volver atrás. Pensé en mi medicación, en mi doctor y en sus sabios (y ahora dudosos) consejos.
Mañana... to be continued...
enlace con la 3ª parte / enlace con la 1ª parte
(algunas de las fotos que ilustran este post han sido robadas de ¿Está Grabando?)
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