Shorofsky insistió en que acudiera a la prueba igualmente, pues estaban interesados en pillar a un tabernero de proporciones similares a las mías. Ni cortos ni perezosos, decidimos finalmente embarcarnos en la aventura.
Justo a los dos días de habernos presentado, mi mujer recibió una llamada telefónica de la productora para rodar una escena en una iglesia del barrio gótico, una vez pasada la consecuente prueba de vestuario. Dicho y hecho. Tras seleccionarle el atuendo, unos quince días después me la vistieron de pobre, le maquillaron la cara con pupas de todo tipo y le pintaron unas ojeras que daban la impresión de no haber dormido en todo un mes. Su aspecto era alarmante. Para huir raudo de ella o acompañarla urgentemente a la UCI más cercana en busca de cualquier infección patológica.
Después de todo un caluroso día de rodaje, a mediados de agosto, la mujer regresó a casa totalmente agotada. El calor, el peso de los ropajes antiguos y las largas y repetidas tomas de una escena en la que participaban más de doscientos figurantes, la dejaron maltrecha (aunque orgullosa por haber conocido los interiores de un rodaje). Tanto es así que, conociendo mi carácter un tanto refinado, me aconsejó que en caso de ser elegido rehuyera la cita con cualquier excusa. Intentó convencerme, asegurándome que tendría que comer en un comedor apretujado con más de doscientos desconocidos a mi lado. Y que además pasaría toda la jornada sudando como un cerdo. Odio el sudor. Y ella lo sabe.
Sin embargo, mi alma inquieta de reportero tenaz me tenía en vilo. Envidiaba a mi mujer por haber vivido una experiencia que hubiera querido plasmar yo en esta página. Estaba dispuesto a transpirar copiosamente por todos los poros de mi cuerpo zalamero e, incluso, a soportar varias y largas horas de plantón antes de oír la estimulante palabra “¡action!”. Pero esa llamada a mi móvil, pidiendo mi presencia en uno de los numerosos sets repartidos por Barcelona, no llegaba nunca. Lo tenía claro. El tabernero que necesitaban debería haber adelgazado demasiado o bien otro gordinflón había usurpado mi puesto.
El pasado miércoles por la noche, cuando ya había olvidado definitivamente el tema de El Perfume y andaba enfrascado en la redacción de la crítica de Embrujada, sonó el móvil. Se trataba de un número desconocido para mí. Lo miré fijamente y dejé que vibrara, a sus anchas, un ratito sobre mi mesa. Siempre me ha fascinado que un móvil, sin la ayuda de nadie, empiece a voltear sobre sí mismo.
- ¿Sí, dígame? – acababa de descolgar.
- Hola Spauld, te llamamos de El Perfume – sonó la voz de una chica al otro lado. Bueno, en realidad se dirigió a mí por el nombre real, Toni, pero les he puesto lo de Spauld para mantener y acrecentar un tanto la tensión dramática de la historia.
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Había llegado el momento del cantinero; el debut de Spaulding en la pantalla grande.
- ¿Te interesaría hacer de doble de un actor mañana mismo?
¡Doble de un actor! ¡Sacre-Dieu! ¡Más que un figurante! ¿Pero de qué actor, de qué personaje se trataría? La pregunta brotó de manera natural:
- ¿En que consistirá esa sustitución?
- Nada. Muy sencillo. Serás el doble del obispo.
Nunca me he llevado muy bien con la Iglesia, pero el morbo de verme arropado con el atuendo de un rollizo prelado me tentó. Subióseme por todas partes la adrenalina.
- ¿Qué tendré que hacer, exactamente? – pregunté intrigado.
- Muy sencillo. Sólo tendrás que estar sentado en un palco. Si te interesa, mañana, a las 8 y media, preséntate en la puerta principal del Pueblo Español y comenta a la gente de la entrada que vienes a hacer de doble del obispo.
Antes de responder definitivamente, dudé por unos instantes. Hace una larga temporada que mi moral y mi psiquis están un tanto desarmadas, en baja forma. Pensé en las palabras de mi sabio doctor: “Haz cosas diferentes, nuevas experiencias; no te quedes encerrado en casa y dístraete lo máximo posible.” ¡Qué consejos facultativos más espléndidos! ¡Por Tutatis que tenía que aceptar aquel reto de connotaciones eclesiásticas!.
El obispo Spaulding. Spauld bishop. Doble de actor. Steven Spielberg al alcance de mi mano. Tres meses más y a desbancar de su poltrona a Antonio Banderas y a su puta madre (con todos los respetos).
Terminé de redactar Embrujada. Mi cuerpo temblaba de gozo y de temor al mismo tiempo. Me imaginé sentado en la butaca obispal, subido en un palco y presidiendo un acto popular. Afuera, esa noche, llovía. Es más, se pasó toda la noche diluviando. Mi carácter pesimista anunció que acabaría suspendiéndose el rodaje. Mi gran ocasión de triunfar en el mundo del cine se iría a tomar por culo por culpa de unas malditas e insistentes gotas. Truenos y rayos cayeron sin parar hasta la hora en que me levanté. A las seis de la mañana, la tromba de agua había amainado bastante. Me duché y me acicalé lo mejor que uno puede. Asomándome al balcón, vi que ya no llovía. ¡Bien!. Entonces es cuando, previa toma de mi medicación diaria y a bordo de mi nuevo y reluciente automóvil, acudí a una cita con lo desconocido. Las puertas del Twilight Zone ya estaban abiertas de par en par.
Hasta aquí el final de la primera parte.
En pocas horas... to be continued.
1 comentario:
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