14.9.05

Por prescripción facultativa (4ª y última parte)

La última frase del director de escena, lanzada a través de los altavoces del recinto, aún martilleaba en mi cerebro, igual que si se tratara de un eco sin final aparente:

- ¿Alguien puede decirle al obispo y a sus dos compañeros, situados tras él, que han de aligerarse un poco el ropaje?.

Al instante aparecieron una chica de vestuario y otra de casting. No recuerdo cual de las dos fue, pues en esos momentos no estaba para nada ni para nadie, pero alguna de ellas me sugirió que fuera desnudándome. Volví a implorar el “tierra trágame”, pero un esperanzador enunciado, pronunciado por una de las dos muchachas, calmó mis instintos asesinos:

- No es necesario que te desnudes completamente, pues el actor al que estás supliendo acordó, en su contrato, que no enseñaría según que partes de su cuerpo.

La verdad es que no sé ni cómo se llama ese buen hombre, pero en esos instantes le habría alzado un monumento. Tuve que dejar la casulla, la capa, y la sotana en el suelo, así como el báculo. Mi única vestimenta, aparte de la cadena con la cruz plateada, sería la larga camiseta blanca –desabrochada hasta el pecho-, los calzones morados del obispo, las medias grises y los zapatos. Menos da una piedra.

De nuevo, la voz del director escenográfico, volvió a retumbar en la Plaza Mayor:

- Por favor, ¡qué algunas chicas acudan a formar pareja con el obispo y sus dos colegas!

Aún no había acabado ese llamamiento que, al momento, tres mozas subieron decididas al palco. Una amazonas rubia de veintipocos años, guapísima y desnuda, con un envidiable cuerpo, se acercó a mí asegurando que sería mi partenaire. Yo aún ignoraba mi cometido en la escena de marras, hasta que la de casting sugirió que me tendiera en el suelo, ante el trono, con la barriga hacia arriba y mirando al cielo. ¡Bien sabe Tutatis que estaba metido en un buen embrollo!

Antes de obedecer la sutil propuesta, mi espíritu rebelde quiso dejar patente su queja ante el engaño con que me habían conducido hasta allí:

- A mí tan sólo me dijeron que tendría que estar sentado en el palco, vestido de obispo. Y ahora resulta que...

Ni caso. Entendían mi reproche, pero la cosa ya estaba a punto y no se podía dar marcha atrás. Los 420 figurantes desnudos, bajo el estrado, estaban entusiasmados ante la posibilidad de ver a un obispo realizando un striptease. Por un segundo me vislumbré negándome a rodar la escena, al tiempo que era insultado y apedreado por numerosas personas en pelota picada. “Spaulding, has de quedarte y hacer lo que te mandan”. Buen asesoramiento: a veces, el subconsciente es muy inteligente y práctico. Miré a mi nueva compañera. Ciertamente era una belleza. Guapa, rubia, de piel morena, labios carnosos y unos pechos interesantes. No inmensos, pero sí perfectamente proporcionados. De esos, en forma de perita, que tanto me gustan. Dentro de la desgracia, todo iba mejor de lo que pudiera imaginar.

Me tumbé en el suelo. La chica se estiró a mi lado, e intuyendo que yo no tenía ni idea de lo que tenía que hacer, me contó, de manera muy natural, el modo en que debíamos comportarnos ante la cámara. Su acento era muy dulce y agradable. Mejicana, para más señas; de vacaciones durante unos días en Barcelona. Su sencillez me calmó bastante. Me indicó que nos tendríamos que abrazar, oler, acariciar y besar nuestros cuerpos y labios. Lo más normal del mundo; lo habitual de cada día. Ideal para un obispo: llegar y besar al Santo.

La de casting le señaló a mi concubina que ella, durante la primera toma, me tendría que desnudar un poco más, sin que se llegara a percibir ninguna parte impúdica de mi anatomía. Pactamos que, entre manoseo y manoseo, me sacaría los zapatos y las medias. La verdad es que estaba sorprendido. Nunca en la vida una dama me había despojado de unas medias.

Pues nada. Allí estábamos, tendidos en el suelo, con los ropajes obispales alrededor y bajo nuestros cuerpos. Pensé en mi esposa y en el hermano de ésta, persiguiéndome por oscuros callejones y blandiendo un bate de béisbol. ¡Terror! ¡De obispo a erotómano! El equipo de realización rogó silencio; yo imploré, en secreto, por mi medicación. Se iba a rodar. ¡Action!. Acababan de lanzar al obispo Spauld al abismo. La chica me acariciaba, miraba directamente a mis ojos, sonriendo, mientras besaba mis labios. Y yo allí, intentando relajarme y saborear esos surrealistas instantes. Dicen que a nadie le amarga un dulce. Y ese dulce, de veinte añitos, lo tenía colocado justo encima de mí, retozando sobre mi barriga. ¡Mon Dieu! Le estaba acariciaba los pechos como si se trataran del mando a distancia de un televisor. Aún no estaba motivado. Aquella situación me acababa de pillar en bolas. O casi. Mejor dejémoslo en "in fraganti". Todo me había ocurrido en un abrir y cerrar de ojos. Pensé en cosas tiernas, buscando la tranquilidad y el sosiego. La pequeña de los Ingalls, la de La Casa de la Pradera, apareció en mi mente corriendo y dando saltitos entre la hierba. Mientras, mi deliciosa mejicana, ya me había quitado los zapatos y las medias. Me besaba, y yo intentaba corresponderla lo mejor que podía. Detrás de la pequeña Ingalls, aún estaba mi cuñado, Jordi, blandiendo el bate de béisbol. Con esa preocupante escena en mi cabeza, mi compañera accidental, entre dulces y apasionados besos, me había bajado un poco los calzones.

¡Corten! Era el final de la escena. El silencio se convirtió en un sonoro aplauso por parte de los más de 400 extras convocados. Todos celebraban haberse arrullado entre ellos sin problema alguno. Suspiré y resoplé, evocando al capitán Haddock. Y, entonces, surgió un nuevo problema. La chica de vestuario se acercó a nosotros. Se había cerciorado que mi calzón obispal lucía rasgado por su parte trasera, con lo cual existía el peligro de que asomaran, durante la siguiente toma, mis calzoncillos tipo Cary Grant.

- Tendrás que ir un momento al lavabo, quitarte la ropa interior y colocarte otra vez los calzones, aunque estén agujereados – me dijo de buena fe.

Ni contesté. Miré sonriendo a la multitud desarropada. La miré a ella. La situación se me antojaba de lo más absurda. Grotesca. Y entonces, allí, en medio de ese elevado escenario, me bajé los zahones clericales, me despojé de mis calzoncillos -entregándoselos a ella- y volví a enfundarme el taparrabos eclesiástico. Aplauso popular y vuelta al ruedo. Por fin el obispo, durante breves segundos, había ensañado su polla al respetable.

Para las siguientes tomas, ya no fue necesario volver a calzarme los zapatos ni las medias. El juego seguía consistiendo en el mismo de antes. La verdad es que, durante la segunda intentona, todo fue mucho más complaciente. Mis caricias eran mucho más sensuales y menos frías, al igual que mis besos. Y ella, esa belleza mejicana, también se sintió más cómoda en su papel.

Entre la segunda y tercera toma, aprovechamos los minutos de descanso para charlar un poco entre nosotros. Así nos conoceríamos un poco más y podríamos afrontar el resto del rodaje con más serenidad. En este aspecto, no se me ocurrió otra cosa mejor que comunicarle mi pasión incondicional por algunos de sus héroes nacionales; en concreto, Santo el Enmascarado de Plata y Blue Demon. Una manera ideal de empezar una tertulia: tumbados en el suelo: ella desnuda, yo en calzoncillos y camiseta y platicando sobre lucha libre. Maravilloso e irrepetible.

Llegamos a filmar unas cuantas escenas más. Siempre lo mismo, pero cada vez me desenvolvía de manera más natural. Después, todos los allí reunidos, cada uno con sus respectivas parejas, tuvimos que simular despertar de un largo sueño, sorprendiéndonos al ver a otra persona descansando desnuda a nuestro lado. Yo panza arriba; ella apoyando su cabeza en mi panza. Hasta que cayó la de Dios. Ese hombre (o concepto, o llámenle como ustedes quieran), desde allí arriba, atrapó a uno de los suyos yaciendo en compañía de una mujer ardiente: ¡Nada menos que un obispo! Y como castigo divino, soltó sobre nosotros una tormenta de mucho cuidado. Rayos y truenos cayeron sobre el Pueblo Español. Las encargadas del vestuario aparecieron a nuestro lado como caídas del cielo; rescataron al vuelo mis ropajes por allí extendidos y huyeron a cobijarse con estos del agua. Me despedí, bajo la lluvia, de la frágil doncella americana y, con toda la naturalidad del mundo, dotado sólo de la cruz en el pecho, la camiseta, las botargas, la pequeña boina y los zapatos morados, fui a buscar refugio bajo las arcadas que rodean la plaza.

Podría haber sido peor. Me devolvieron mis calzoncillos y mis gafas y, a cambio, les entregué los bombachos rasgados. Un joven de producción, armado de un paraguas, vino en mí busca para acompañarme hasta la roulotte del obispo. No me dejaron partir con él hasta que me localizaron unas playeras con las que calzarme. No querían que los chapines del sacerdote se estropearan con el agua.

Finalmente me dejaron solo en la caravana. Me sentí más cómodo que nunca al vestir de nuevo mi ropa habitual. Maldecí el no haberme podido fotografiar vestido con los ropajes religiosos, pues la chica que por la mañana me engalanó, había prometido sacarme una instantánea al terminar la jornada. La inesperada lluvia rompió todos los planes. Sólo quedaba, de mi atuendo, la camiseta, los anillos y la cruz. El resto estaba resguardado del agua, dentro de una gran bolsa de plástico y bajo las arcadas de la plaza en compañía de las chicas de vestuario. Rehusé ducharme para, al menos, conservar el pelo canoso hasta llegar a casa. Llamé desde el móvil a producción para que alguien me acompañara hasta el coche, pues la tormenta seguía con insistencia. Me enviaron un transporte con el que me acercaron hasta mi automóvil.

Una vez en casa, le conté toda la kafkiana experiencia a mi alucinada señora. No hubieron represalias de ningún tipo. Entendió perfectamente la situación, se rió y me aseguró que mejoraba bastante con el pelo canoso. Llamé de nuevo a producción para saber cuando y cuanto cobraría. Pensé en mi doctor, me di una ducha y, tras ingerir un par de pastillas para dormir, me metí en el sobre. En el fondo, el galeno sabía aconsejarme.

Un día extraño y, en parte, inolvidable,a pesar de haber sufrido durante un buen rato. Conocí gente maravillosa y con mucho sentido del humor.

Meditando sobre esa jornada, he llegado a la conclusión de que quizás, en otra ocasión, me apetecería volver a servir a la Iglesia. Esto último, por favor, no se lo digan jamás a mi mujer.

enlace con la 1ª parte / enlace con la 2ª parte / enlace con la 3ª parte

(algunas de las fotos que ilustran este post han sido robadas de ¿Está Grabando?)

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