

El abuelete Redford se viste de maestro, sube a la tarima e imparte su opinión sobre el modo de afrontar su gobierno el conflicto iraquí, al tiempo que esboza un filosófico retrato de los efectos del fatídico 11 de setiembre sobre la sociedad norteamericana. El desengaño, la mentira como gran recurso político, los oscuros tejemanejes del gabinete Bush y el sempiterno sentimiento patriótico de la gente de a pié, son algunos de los puntos más destacados de la disertación progresista del director. Un esforzado discurso que, sin embargo, no ofrece nada nuevo al espectador. Cualquier debate televisivo sobre la actualidad en Irak dice exactamente lo mismo (o más) que Leones Por Corderos.
La película está narrada desde tres campos distintos que se van intercalando a lo largo de su ajustado metraje. En uno, una comprometida periodista mantiene una extensa entrevista con un senador republicano, el cual la ha citado en su despacho para exponerle, en exclusiva, la nueva estrategia bélica que piensan llevar a cabo para zanjar una guerra de más de seis años de duración. En el segundo, Robert Redford, metido en la piel de Stephen Malley, un idealista profesor universitario, tiene una compleja charla en su oficina con su alumno mejor considerado para, ante el desencanto de éste, incitarle a seguir al pie del cañón y hacer algo positivo en favor de su país; mientras que, en el último, la cámara se sitúa en pleno frente afgano con la intención de asistir al sufrimiento de dos de los antiguos alumnos de Malley: el claro contrapunto al idealismo de salón que practican el resto de personajes.

El propio Redford se ha reservado el pasaje más empalagoso y dogmático de la cinta. Más que dar vida a su personaje, se reinterpreta a sí mismo para verter muchas de las frustraciones que un hombre activo como él puede haber cultivado a lo largo de su carrera. De hecho, el profesor Malley es un intelectual encallado y acomodaticio sobre el que pendula la sensación de haber hecho muy poco por los demás.

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