23.12.07

Tres hombres sin destino

En 1954 se editó, por vez primera, I Am Legend de Richard Matheson, una aterradora novela de ciencia-ficción, de tan sólo unas 100 páginas que, además de convertirse en referente para los amantes del género, ha servido de inspiración para tres películas. Justo el pasado miércoles se estrenaba en España Soy Leyenda, la más reciente de ellas y al mismo tiempo la más completa y redonda. En ésta, al igual que en sus antecesoras, se narra la odisea del único tipo que ha logrado sucumbir a los males de una terrible pandemia a nivel mundial. En ella, Will Smith interpreta a un científico inmune a la infección que, para seguir con vida, tendrá que enfrentarse a los contagiados que aún siguen pululando por las calles de Nueva York; un grupo de numerosos mutantes, alérgicos a la luz del sol y que, en esta versión, denotan una clara tendencia por el canibalismo durante sus incursiones nocturnas.

En 1964, justo 10 años después de la publicación del libro de Matheson, se llevó a cabo su primera adaptación. Se trata de The Last Men On Earth, una cinta jamás estrenada en España y que tiene como protagonista a un sobreactuado (tal y como era habitual en él) Vincent Price. La autoría de la cinta es difícil de definir, ya que se trata de una coproducción italo-americana en la que, curiosamente y según la nacionalidad de la copia, consta como director un tal Ubaldo Ragona o, en su defecto, el norteamericano Sidney Salkow. Fuera quien fuese su verdadero responsable, se filmó en tierras italianas, concretamente en Roma y cercanías; una Italia que, de manera bastante patatera, fingía ser una hipotética ciudad de los Estados Unidos nunca especificada.

Rodado en blanco y negro, con un espléndido (y bien utilizado) formato scope y claramente deudor de la serie B, es un título que, a pesar de sus errores y de la ridiculez risible que denotan ciertos pasajes, posee momentos espléndidos y cargados de buen cine, Pocos, pero los tiene. En él se narra la lucha por la supervivencia de Robert Morgan, ese único superviviente de la hecatombe mundial que, tras ver morir a su mujer y a su hija debido a los efectos de un virus letal, se verá obligado a salvaguardar su propia existencia de una espeluznante prole de zombis a los que se tiene que ir cargando a estacazo limpio; unos zombis que, en realidad, tienen más de vampiro que de muertos vivientes. Sólo salen de su escondrijo por la noche, se alimentan de sangre humana y, tanto en su aspecto físico como en sus torpes y lentos andares, son idénticos a la manera con que, cuatro años más tarde, George A. Romero representó a sus horripilantes criaturas en La Noche de los Muertos Vivientes (dato que, en parte, desmonta esa tan cacareada faceta innovadora del sobrevalorado realizador neoyorquino).

Si algo tiene de interesante The Last Men On Earth es el macabro tratamiento otorgado a un largo y contundente flash-back central, desde el que se cuenta el angustioso proceso de degradación, físico y psíquico, que sufren la esposa y la hija de Morgan, al tiempo que éste, en su labor como científico, empleará todos sus esfuerzos en descubrir una vacuna que evite la irremediable muerte de sus familiares. Un flash-back extenso y fascinante que, por su contundencia y dureza, se alza como el mejor apartado de un film que cojea por culpa de la pésima actuación de Vincent Price, de su desangelada y pobre puesta en escena y, ante todo, por la nula credibilidad que ofrece la (teóricamente) tensa relación del sobreviviente con el ejército de chupasangres que le acosa; una relación desmelenada (y casi cómica) que, por sus constantes, le acercan (muy mucho) al cine basura.


Si The Last Men On Earth poseía, al menos, un apartado central digno de ser remarcado, la versión que de la misma novela realizara Boris Sagal en 1971, no se puede salvar por ningún lado. El Último Hombre Vivo es el título con el que la distribuidora española rebautizó a The Omega Man para su estreno en nuestro país.

La película, como principal gancho comercial, contó con el llamativo protagonismo de Charlton Heston quien, inevitablemente (aparte de lucir sus pectorales durante la mayor parte del metraje), dio vida al superviviente por excelencia. Aquí sigue llamándose Robert, a pesar de que cambia el apellido de Morgan por el de Neville; mientras que los seres contagiados denotan un número indeterminado de purulencias sobre su blanquecina piel. La luz solar les pulveriza, por lo cual sólo pueden salir de noche a alborotar por la desértica Nueva York. No son ni vampiros ni zombis, ni siquiera se sabe del todo como narices se alimentan; sencillamente se trata de una secta religiosa, perfectamente organizada, cuyos miembros (además de ser unos parlanchines imparables) van uniformados al más puro estilo de los monjes trapenses. Comandada por el que, antes de la tragedia, fuera el conductor de un noticiario televisivo (un patético Anthony Zerbe), sus integrantes demuestran una tirria especial por el Heston al que, ininterrumpidamente y cada noche, le van a pegar la bulla bajo su ventana. Como la tuna, pero en plan borde y violento.

Más que una serie B, el producto de Boris Sagal (un realizador que trabajó, en varias ocasiones, al lado del prestigioso Richard Matheson dirigiendo algunos de los episodios de series como The Twilight Zone y Night Gallery) apunta directamente a los más zetoso de los años 70. Zooms compulsivos en su realización, un sinfín de diálogos para besugos, numerosas situaciones imposibles o la desgana con la que nuestro peculiar hombre del rifle afrontó su papel, son pruebas inequívocas de la nula validez de una cinta pesarosa y difícil de aguantar (hoy en día) en su totalidad.

En esta ocasión, el virus mortal procedía de un conflicto mundial que desembocaba en una guerra biológica. De la vida anterior de Robert Neville poco se sabe. De él sólo se indica que era uno de los científicos militares que investigaban la posibilidad de un antivirus para paliar la tragedia. En cuanto al presente, el hombre se encierra cada día, al caer el sol, en una acomodada casa dotada de lo que parece un invulnerable sistema de seguridad. Allí dentro, a pesar de haber transcurrido tres largos años desde que tuvo lugar la hecatombe, se cocina unas suculentas salchichas sacadas directamente de una despensa (no de una nevera) y se pega unos tremendos lingotazos de coñac que da envidia verlo. Para matar las horas de aburrimiento nocturno, se coloca su gorra militar y juega al ajedrez con el marmóreo busto de un ser anónimo; busto al que, cada dos por tres, le suelta unos chistes baratos que tumban de espalda, hasta que encuentra un asunto mejor para su tiempo libre: intentar curar a un pequeño de color que, sacado de una comuna hippie de supervivientes, empieza a presentar los primeros síntomas de la enfermedad.


Tanto en la visión del film de Vincent Price como en el de Heston, hay una paralelismo religioso que los une y que queda muy patente, sobre todo en El Último Hombre Vivo, en una escena concreta en la que se revela la imagen redentora de su protagonista. Este aspecto, por ejemplo, es mucho más sutil y casi imperceptible en el recién estrenado Soy Leyenda, a mí parecer, y tal y como he citado en el párrafo inicial, el más atractivo, entretenido y conseguido de los tres.

Francis Lawrence, su director, debe haber aprendido la lección tras la mala acogida popular y crítica que supuso Constantine, su anterior película. En su versión de la novela de Matheson se manifiesta brillante y seguro tras la cámara. Va al grano en todo momento, impregnándole un trepidante ritmo que no tenían las demás y consiguiendo, en pocos minutos de proyección, hacer muy atractivo para el espectador al personaje de Robert Neville; un personaje al que un espléndido Will Smith le ha sabido otorgar una nueva dimensión respecto al trabajo de los intérpretes anteriores. Ni sobreactúa ni va de simpático (la mejor opción posible para este actor cuando ha de representar a un héroe de acción) y, al mismo tiempo, hace totalmente verosimil su imparable y lógico proceso hacia la locura.

La idea de crearle un compañero de fatigas en la figura de una entrañable mascota doméstica, es un inteligente recurso de guión para que el solitario Neville pueda soltar sus comentarios en voz alta sin que parezca forzado o simplemente ridículo, tal y como le ocurría a Heston en sus grotescos parlamentos al aire o al busto ajedrecista. Y no sólo funciona a la perfección en este aspecto ya que, la relación que se establece entre Will Smith y el animal, está reflejada de manera muy real y sensible (los que tengan o hayan tenido un perro lo entenderán perfectamente).


En Soy Leyenda se me antoja muy acertada la cínica teoría de que la pandemia ha sido provocada por una vacuna presentada, por todo lo alto, como el esperado remedio para terminar con el cáncer de forma definitiva. Una vacuna que, indiscutiblemente, acaba con la enfermedad para dar paso, en su lugar, a una infección mundial que convierte a los habitantes del planeta en mutantes feroces y ansiosos por pegarle un muerdo a los pocos inmunes que han quedado. Una troupe de hambrientos, salvajes y alopécicos caníbales que, al igual que los parientes de sus antecesoras versiones, han de recluirse cada amanecer en sus oscuras madrigueras.

Un entretenimiento en estado puro que tan sólo necesita de un par o tres de cortos flash-backs (y nunca abusivos) para definir la personalidad y la profesión de Neville; de nuevo un científico militar que, obsesionado por no haber logrado la vacuna a tiempo, invierte las horas de sol en la caza y captura de algún que otro mutante para experimentar con él en su laboratorio.

Por fin, y después de dos fallidas intentonas, alguien ha sabido sacarle todo el jugo a la admirable idea plasmada por Richard Matheson en su millonaria y mítica novela. Y este alguien se llama Francis Lawrence. No se la pierdan. Creo que la disfrutarán.

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