19.9.08

Entre cuatro aguas

Vicky Cristina Barcelona es, a mi parecer y con distancia, la peor película de la vasta filmografía de Woody Allen. Hasta ahora, consideraba a Todo Lo Demás su gran fiasco, pero con su descarada postal turística de Barcelona (con retrato incluido de Pasqual Maragall junto a su actual alcalde, Jordi Hereu), el bueno de Woody se ha superado a sí mismo. Y es que, al ritmo de una película al año, el cansancio y la falta de inspiración acaban pasando factura.

Gaudí y Modernismo por un tubo (la Sagrada Familia, el Parque Güell, la Pedrera y el Hospital de Sant Pau), unas pinceladas de Miró (empezando por el mural que preside la fachada del aeropuerto de El Prat y terminando con su Museo), la decadencia del Parque de Atracciones del Tibidabo o, ¡cómo no!, las siempre abarrotadas Ramblas, adquieren mucho más protagonismo que los endebles personajes creados para esta especie de cuento sentimental (y cuadrangular) que el cineasta neoyorquino ha querido colarnos. De hecho, Vicky Cristina Barcelona parece una película de encargo con la intención de promocionar el turismo en la capital catalana y, de paso (para no resultar demasiado acaparador), en las ciudades de Oviedo y Avilés, a las que también dedica unas cuantas postalitas. Y es que dicen que favor con favor se paga... (por algo le dieron el premio Príncipe de Asturias, ¿no?)

La historia es la de siempre. No hay sorpresas que valgan. A Woody Allen, desde la magnífica Annie Hall, le encanta disertar sobre las relaciones sentimentales (y humanas, en general). Tantísimo le gusta al hombre que, con el paso del tiempo, la mayor parte de sus títulos terminan por sobreponerse y formar una sola película. El amor, el desamor, el matrimonio y el adulterio, de nuevo, vuelven a formar parte de su guión pero, en esta ocasión, de forma acartonada. La frescura que (salvo excepciones) se desprende de los diálogos de su cine, ha desaparecido y, a pesar del libertinaje con el que dibuja a la mayoría de sus personajes, dan la impresión de haberse encorsetado.

Dos turistas norteamericanas, un pintor (no precisamente de brocha gorda) y su desquiciada ex, conforman los cuatro ángulos entre los que Allen paseará su cámara (esta vez comandada por el vasco Javier Aguirresarobe). Vicky, Cristina, Juan Antonio y María Elena. O, lo que es lo mismo, Rebecca Hall, Scarlett Johansson, Javier Bardem y Penélope Cruz. Vicky, la recatada; Cristina, la rumbosa; Juan Antonio, el macho ibérico por excelencia y María Elena, la desposada. Todos ellos (a excepción de la ) muy aburguesaditos y bien aposentados, tal y como mandan los cánones en el microcosmos del realizador.

Sentimientos, escarceos, triángulos y todo lo que pueda terciarse entre ellos, quedan eclipsados por la abusiva presencia de esa Barcelona tan egocéntrica y, ante todo, por una puesta en escena y un guión que se me antojan precipitados; como si se tratara tan sólo de cubrir el expediente y “a otra cosa mariposa”. La ley del mínimo esfuerzo; una ley que se manifiesta a través de una voz en off que actúa de conductora y narradora y que, en el fondo, le ha ahorrado un montón de líneas en su poco esmerado libreto. Él (para sus adentros y sus bolsillos) ya ha cumplido su compromiso con Barcelona, aunque sea a trancas y barrancas.

Una jet set de opereta barata de la que -al ritmo machacón de la Barcelona de Giulia y Los Tellarini y la maravillosa Entre Dos Aguas de Paco de Lucía-, tan sólo cabe destacar la sobriedad con la que afronta su papel la británica Rebecca Hall y el muy natural desparpajo cañí de una espléndida Penélope Cruz; una interpretación, esta última, que sólo podrán disfrutar al cien por cien aquellos que opten por la versión original subtitulada.

Los tiempos de la magistral Zelig, por desgracia, han quedado en el pleistoceno. Woody Allen debe recargar baterías o espaciar su ritmo de rodajes. Les aseguro que hay agencias turísticas que obsequian a sus clientes con catálogos de Barcelona mucho mejor perfilados.

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