3.9.08

Mecanismo de alta precisión

Guillermo del Toro regresa al mundo de Hellboy, ese diablillo surgido de las tinieblas y que presta sus servicios, como agente especial todoterreno, en una secretísima agencia gubernamental norteamericana. Y lo hace con Hellboy: El Ejército Dorado; un título que, en esta ocasión y al contrario que la anterior, se cobija bajo la sombra de la mítica Universal. Casi sin proponérselo, la criatura surgida de la mente de Mike Mignola y publicada por primera vez en 1994 gracias a Dark Horse, se ha emparentado ya con todos aquellos monstruos clásicos que se pasearon, durante los años 30 y 40, por los sets de la productora. No en vano, en un momento concreto del film y tras una discusión entre Hellboy y Liz, su ardiente compañera, se aprecian en un televisor imágenes de Boris Karloff y Elsa Lanchester en La Novia de Frankenstein.

El realizador mejicano sigue fiel a sus constantes y perfila, con esta segunda, la mejor entrega hasta el momento del héroe astado. Mucha más dinámica que la anterior e ideada hasta el final como un preciso artefacto de relojería, sabe alternar, a la perfección y sin disonancias, las constantes de ese microcosmos que envuelve al demonio rojizo y de cornamenta recortada con un intríngulis argumental de lo más simple y trillado, tal y como ocurre con ese intento de evitar la resurrección de una milicia demoníaca y tras la que se sitúa la excusa principal (aunque no única) de la cinta.

De hecho, la historia que rodea al Ejército Dorado (y metálico) posee muchos puntos en común con la de La Momia: La Tumba del Emperador Dragón, aunque Del Toro sabe moldearla de modo altamente original e inimitable, dándole un empaque que Rob Cohen no ha sabido otorgarle a sus situaciones y descafeinados personajes. La verdad es que, viendo este ingenioso Hellboy, cualquiera puede descubrir que el cine de Guillermo es un cine ante todo personal. Le encanta verter en él sus neuras y obsesiones al tiempo que divierte al personal con ellas.

Objetos metálicos automatizados; engranajes de todo tipo, tamaño y color; una curiosa pasión por los subsuelos de las grandes ciudades (aunque sea bajo el mismísimo puente de Brooklyn); su obscura relación imaginaria con terroríficos iconos religiosos (en este caso, en forma de Ángel de la Muerte) o su endiablado sentido del humor (a veces blanco blanquísimo; otras, negro negrísimo), reparten su tiempo en pantalla para dar amparo a un grupo de freakys enamorados que, entre mamporro y mamporro y de cerveza en cerveza, se muestran desarmados ante la voz de Barry Manilow interpretando el Can’t Smile With You de los Carpenters. Y es que ellos, por muy satánicos o pisciformes que sean, también poseen su corazoncito.

La cinta resulta trepidante, casi sin altibajos en su narración. El sentido de la aventura es mayúsculo, así como también lo es ese toque a lo cartoon que ha sabido impregnarle a algunos de sus pasajes. Ver a todo un "hombretón" como Hellboy dominado por un numeroso grupo de taquillas en un vestuario, no tiene desperdicio; un Hellboy sobre el que el realizador descarga su lado más perverso y satírico para transformarlo en un tontorrón de tomo y lomo: un tipo duro y monstruoso que, a pesar de su innombrable procedencia, empieza a mostrar los primeros síntomas de haberse contaminado de las flaquezas humanas. La soberbia y los celos, en ciertas misiones, no son nada aconsejables.

Dos horas de proyección que pasan raudas como un rayo y durante las cuales se han sabido limar las asperezas que, en parte, mermaban las buenas intenciones de la primera entrega. Y ello lo hace con gracia, sin cebarse en su (indiscutible) aspecto de cine de autor y colando, sin aspavientos y como aquel que no quiere la cosa, uno de los momentos más poéticos y ecológicos del fantástico actual; justo cuando nuestro grandullón héroe derrota a una verdosa criatura gigantesca e infernal. Este mejicano gordinflón y afable es todo un genio. Nos endilga sus manías con vaselina y, además, aún las disfrutamos.

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