12.9.08

Ustedes lo han querido: EL HALCÓN Y LA PRESA

En 1966 y después de dirigir tres films de espionaje, a modo y manera de los primerizos James Bond, el romano Sergio Sollima se embarcó en el primer spaguetti-western de su filmografía. El Halcón y la Presa fue el título del mismo y en él, a medio camino entre la comedia, la aventura y la crítica social y política, se narraba la búsqueda y captura, por parte de un experto cazador de recompensas, del presunto culpable de la violación y posterior asesinato de una menor de edad.

“Cuchillo” Sánchez es el joven mejicano al que se le imputa el crimen; un hombre casado con una prostituta que, en el espacio comprendido entre la frontera de los EE.UU. y Méjico, se le conoce por ser el más diestro en el uso y manejo de armas blancas. Un incipiente Tomás Milian fue el encargado de dar vida a este personaje; un sujeto que, por culpa de la sobrecargada y apayasada interpretación, mermó en parte las buenas intenciones de un producto que pretendía ser algo más que ser un simple western pues, entre otros detalles, se volcaron en él diversos temas de compromiso social muy candentes en su época.


Cada vez que Milian aparecía en escena-tocado por una esperpéntica melenita a lo Beatle y sus desmanes acantinflados-, eclipsaba por completo a su oponente en pantalla, un maduro Lee Van Cleef que construyó con total sobriedad el rol de Jonathan Corbett, un militar retirado y dispuesto a aparcar su oficio de cazarrecompensas para dedicarse al mundo de la política. Su deuda con un hombre de negocios interesado en financiar su futura carrera como senador, hará que se vea obligado a cumplir con un último encargo: capturar al escurridizo y esquivo “Cuchillo” Sánchez.

El Halcón y la Presa reparte la mayor parte de su metraje entre las diversas escaramuzas de Corbett para atrapar al presunto asesino y las bufonadas de este último durante sus numerosas desventuras; adversidades que, entre otras, le acercarán hasta un rancho regentado por una viuda con tendencias sadomasoquistas y que, como trabajadores, tiene contratado a un grupo de violentos patibularios que no se andan con chiquitas: un pasaje de los más surrealista y tentador, al igual que sucede con aquellos que transcurren en tierras mejicanas y en los que, con la sola presencia de un sheriff cantamañanas (interpretado, ¡cómo no!, por el gran Fernando Sancho), se sugería la imagen de un país fuera de cualquier tipo de control.


Una abadía en pleno desierto, al frente de la cual se localiza a un antiguo pistolero que aboga por el pacifismo, o el dilema personal que sufre Corbett al plantearse que quizás se ha balanceado en demasía sobre la línea divisoria del bien y del mal (adelantándose al Batman de Nolan y a otros héroes de nueva hornada cinematográfica), son una clara muestra de que El Halcón y la Presa, de modo no muy encubierto, denotaba la inquietud de un director y un guionista (Sergio Donati) que no estaban muy de acuerdo con los regimenes totalitarios. En este aspecto, el oscuro retrato que hace del caciquismo y de los militares resulta sumamente contundente y complejo. Y mucho más si se compara con el espíritu de libertad que luce, durante todo el metraje, el acosado “Cuchillo” Sánchez, un individuo que, pese a sus defectos, amaga un inmenso guiño a la múltiple peña de falsos culpables que poblaron la filmografía de Alfred Hitchcock.

Vale la pena resaltar la (caricaturizada) presencia de una figura que, por sí sola, representa todos los males que conlleva la tiranía y la sed de poder. Ella recae en el Barón von Schulenberg (maravilloso e inquietante Gérard Verter), un militar austriaco que, alardeando constantemente de las numerosas ocasiones que se ha batido en duelo, babea viciosamente ante la colección de armas de fuego que porta en su maleta de viaje; un maletín que, sin lugar a dudas, pondrá en alerta a Corbett sobre el tipo de gentuza con la que tendrá que lidiar.

Rodada en tierras almerienses, se trata de una cinta que lucha (consiguiéndolo en parte) contra los pocos medos técnicos y económicos de los que dispuso. Correrías, un toque de comedia y polvo; mucho polvo, tal y como mandaban los cánones del spaghetti-wester. Un Sergio Sollima en plena forma, resultón y entretenido. Un título que, debido a la (inexplicable) simpatía que despertó en el público el “Cuchillo” Sánchez de Tomás Milian, un par de años más tarde, en el 68, tuvo su propia secuela en Corre, Cuchillo, Corre; una continuación que ya no contó con el protagonismo de Lee Van Cleef y que fue realizada para el lucimiento absoluto del actor cubano.

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