Hasta ahora, nunca antes me había acercado a ¡Adiós, Mimí Pompón!. Y, a pesar de sus defectos, les puedo asegurar que, para mí, ha significado una grata sorpresa. Se trata de una película rara; atípica para una época en la que todo se examinaba con lupa antes de obtener el visto bueno para su estreno. Y es que, precisamente, en el curioso (y esperpéntico) film de Luis Marquina, el humor negro y la incorrección política campaban divertidamente a sus anchas en pleno 1961.
La historia, guionizada por el propio realizador, se ampara en una obra teatral del resbaladizo Alfonso Paso, un hombre adicto al régimen (franquista, que no el dietético) que, sin embargo, poseía un muy sanote sentido del humor. En este caso, con la finalidad de urdir una trama de los más delirante, estrambótica y al servicio de una familia disfuncional, se aplicó en su vertiente más cercana a la del estilo del surrealista y celebrado Enrique Jardiel Poncela.
Sus minutos iniciales, en todos los aspectos, resultan de lo más desconcertante: un claro canto al cine musical hispánico de la época; a aquellos melodramas protagonizados por cupletistas descaradas, aunque faltas de amor, que castigaban a las plateas con interminables y rancias canciones. Un homenaje en exceso alargado que, aparte de presentar a sus dos personajes principales, la Mimí Pompón del título y a don Heriberto, su estrafalario y millonario prometido, no aporta nada positivo al film. Tras tan espantosa y folletinesca entrada, me esperaba lo peor del trabajo de Marquina.
Pero por suerte, una vez superado ese preocupante envite inicial, la cinta cambia de rumbo y toma derroteros más divertidos (y al mismo tiempo atrevidos) al entrar a saco en el seno de la familia de Heriberto, un gañán que ha enviudado en varias ocasiones y que ahora acaba de acercar a su futura nueva mujer al domicilio materno. Lo suyo es asesinar a sus esposas, sea del modo que sea. Todo es válido en su enfermizo microcosmos. Un hachazo en la frente, un tiro en la sien, un poco de cianuro en una bebida, un mazazo en plena testa... cualquier método le pone a cien. Después, babea al obsequiar con las calaveras de sus víctimas a su anciana y estimada madre. Y es que la viejecita está hecha toda una morbosa coleccionista de calaveras humanas. Su último trofeo es la cabecita de un mongólico de muy tierna edad. Ahora le toca el turno a Mimí, la recién llegada, una artista también famosa por haber enviudado varias veces y que parece buscar su retiro escénico arropándose en la fortuna de Heriberto.
Heriberto es Fernando Fernán Gómez, mientras que la tal Mimí es la mejicana Silvia Pinal, la inolvidable Viridiana de don Luis. Ambos están que se salen. Él, de bufón histriónico; ella, de sutil y exagerada contención, tal y como mandaban los cánones del teatro burlesco que se estilaba en el país allá por los 50. El enredo está servido. Sólo queda disfrutar con las innumerables puertas que se abren y se cierran e, inevitablemente, con el consiguiente y sabroso desfile de secundarios a cual más alocado y estrafalario, como sucede con el calenturiento (¡y jovencísimo!) personaje que interpreta José Luis López Vázquez, don Gastón, el boticario del pueblo en el que reside don Heriberto y que, en secreto y seducido por las pérfidas artes de la Pompón, suministrará a ésta tantas pócimas letales como ella le solicite. Y, como otro gran aliciente más, con la posibilidad de gozar con la presencia de un Antonio Ferrandis o una Amparo Baró casi recién salidos del cascarón.
Mezclen en una coctelera unos cachitos de Monsieur Verdoux y otros de Arsénico Por Compasión; añádanle unas gotitas de esencia a lo Jardiel Poncela y agítenlo suavemente. Dejen correr el primer vertido y, a continuación, obtendrán una jugosa y macabra comedia capaz de hacer las delicias de la mismísima familia Munster.
Eso sí: aunque se trate de un producto made in Spain, toda su acción ha de transcurrir en Francia, el país vecino. En esos años, el Mal no existía en nuestra casa. O ello, al menos, es lo que ciertos alucinados (ciertamente malvados) nos querían vender.
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