De hecho, Revolutionary Road, aunque ambientada en los 50, mantiene muchos puntos de contacto con American Beauty, la ópera prima que encumbró a la fama a su director. La falsedad del sueño americano, la insatisfacción personal o las ganas de romper definitivamente con el entorno habitual, son constantes que se repiten en ambos casos, así como su tono agridulce y desalentador.
Los Wheeler componen un matrimonio ciertamente disfuncional, aunque no tan atípico como les pueda parecer a más de uno. Ella, April, se siente frustrada por no haber desarrollado su carrera como actriz, cambiando tal sueño dorado por la triste realidad de convertirse en una ama de casa más. Él, Frank, vive asfixiado debido a su gris empleo como oficinista. Pero, a pesar de las aspiraciones bohemias y transgesoras de ambos, han formado una unidad familiar; buena prueba de ello son sus dos retoños. Vistos desde fuera, hasta dan la impresión de ser una familia feliz: tienen su casita en Revolutionary Road, en el extrarradio de Connecticut; aparentan solidez y templanza, e incluso mantienen cierta afinidad con sus vecinos más cercanos. Sin embargo, en la trastienda, se cuece una realidad muy distinta. Romper con el entorno y trasladarse a París, para ellos, es la única vía de escape posible para salvar una relación que empieza a deteriorarse. Y es que los encantos del Viejo Continente, en esos tiempos, lo curaban todo.
Mendes se acerca a las ilusiones y fracasos de los Wheeler de forma fría, distante, sin ampararlos en lo más mínimo. La cámara ejerce la función de espía, obervándoles a hurtadillas, sin implicarse. No toma partido por ninguno de los dos, ni siquiera por sus decisiones y actos. Una fórmula excelente para alejarse emotivamente de ellos y, en el fondo, y siempre teniendo en cuenta su fuerte tono melodramático, el modo más eficaz para no caer en la fácil tentativa de esbozar un folletín lacrimógeno.
Revolutionary Road no cuenta nada nuevo que el espectador no sepa de antemano. Historias similares han sido plasmadas en la pantalla grande en multitud de ocasiones. Lo que diferencia a éste de otros films parecidos es precisamente, y sin renunciar a su tono academicista, su forma, su estilo y, ante todo, el brillante trabajo de sus dos intérpretes principales. Kate Winslet, en su rol de mujer consternada, está que se sale. Leonardo DiCaprio, ese Frank bipolar que navega en varias direcciones sin encontrar su lugar en el mundo, le va a la par. La magia de esa química tan necesaria entre dos actores, ha vuelto a funcionar al cien por cien.
DiCaprio, Winslet y, como añadido y en el papel de esa vecina entrometida que tanto idolatra la figura de los Wheeler, la gran (en todo los aspectos) Kathy Bates. Son los mismos del Titánic, aunque aquí no zozobra ningún barco. Esta es otra historia. Lo que zozobra es un matrimonio. Por lo tanto, tienen el naufragio asegurado.
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