27.1.09

Ustedes lo han querido: LA HUELLA

En 1972, el gran Joseph L. Mankiewicz puso fin a su carrera cinematográfica con La Huella, un broche de oro que, dejando a un lado su originalidad escénica y de guión, ofreció al espectador uno de los mayores duelos interpretativos de la historia del Séptimo Arte: Laurence Olivier y Michael Caine cara a cara, en la maroma y sin red. Por detrás, tal y como se aprecia en sus créditos iniciales (todo un inmenso guiño al mundo del teatro), el muy cachondo del realizador apoyó a ambos con la enigmática presencia de una actriz que atendía por el nombre de Eve Channing. El juego tan sólo acababa de empezar.

Basado en la obra teatral homónima del prestigioso Anthony Shaffer, y guionizado por el mismo autor, La Huella es un thriller de esos que marcan huella (y valga la redundancia) debido a muchos aspectos. Un film que posee de todo: comedia, drama, intriga y, a modo de inolvidable remate, un final de esos que, aún visto hoy en día, sigue poseyendo la capacidad de asombrar a aquellos que no la habían visto antes.

Dos únicos personajes... O casi dos... La sorpresa y el engaño siempre han formado parte del juego propuesto, dentro y fuera de la pantalla. Y para ello, sin vergüenza alguna, Mankiewicz se erige como el gran fullero por excelencia. No hay que creer en todo lo que vemos, pero sí dejarnos fascinar por la partida verbal y física a la que se enfrentan Andrew Wyke y Milo Tindle o, lo que es lo mismo, Olivier y Caine. El primero es un tipo arrogante, culto, amanerado y amante de charadas de todo tipo; un escritor de novelas policíacas que, por sus modos y maneras, se alza como el claro ejemplo de una aristocracia acartonada y con alarmantes síntomas de carcoma. El segundo es todo un dandi, joven, mujeriego, seductor empedernido y propietario de una peluquería en el Soho londinense; entre sus grandes defectos, ante los ojos de su recalcitrante anfitrión, se encuentran los de ser hijo de un inmigrante italiano y de haberle robado a su esposa.

El escenario se sitúa en la inmensa mansión que posee el ilustrado Andrew Wyke en medio de la campiña, lugar al que ha sido citado su antagonista para poner en claro ciertas cuestiones monetarias y referentes a su mujer. Una casa igual de rocambolesca que la perversa mente de su propietario; una morada marcada, ante todo, por la inmensa variedad de juguetes y autómatas que colecciona su dueño. Allí, en plena feria de vanidades, aparecerá el pasatiempo de la humillación. Y es que, en realidad, debe de joder mucho que un espaguetini mediocre se folle a la pareja de uno. Dado el supuesto y con la finalidad de tocarle los huevos al intruso, no hay nada mejor que vestir a éste de payaso. La deshonra empieza por unos gigantescos zapatones.

La lucha se abre ya en el primer acto. La clase alta contra la clase media. Las ostias van y vienen. Todo muy británico. La tensión y el sentido del humor que no falten; son los platos del día. Después llegarán el segundo y tercer acto, pues dicen que no hay dos sin tres. No hay tregua para el espectador. La mala leche sube a cada minuto que pasa. El calentón es imparable. Los giros de guión van y vienen, uno tras otro, sin descanso. Mankiewicz, con su batuta en mano, disfruta orquestando un tinglado del que, pudiendo tener mucho de teatral, tan sólo se detecta su aroma escénico original. Y allí enfrente, como dos titanes incansables, Michael Caine y Laurence Olivier, a cual mejor.

La historia nunca decae, siempre va para arriba. El crescendo en su máximo esplendor. Nada se le escapa al dire. El control es absoluto. Su guión funciona como un mecanismo de relojería recién engrasado. Mientras, un marinero loco y jocoso, que en forma de autómata adorna la estancia principal de la mansión Wyke, se cachondea, con sus carcajadas, del mal rollo creado entre los púgiles.

Disfraces, mucho whisky, un poco de carbón, algunas balas, un decadente toque aristocrático y la química suficiente para que Olivier y Caine, en su roce, suelten chispas. Agatha Christie, a su lado, se quedó corta en sus asesinatos. Una obra maestra indiscutible, difícil (por no decir imposible) de superar. Y aquel deslenguado que se atreva a contar algo más de su trama, merecerá que se le amputen manos, piernas y cabeza.

Hace un par de años, un Kenneth Branagh igual (o más) de engreído que ese Andrew Wyke nacido de la mente de Shaffer, se puso manos a la obra y montó su propia versión. El título, el mismo; idéntico. De hecho, se basó en la misma obra teatral usada por Mankiewicz, aunque en su caso contó con Harold Pinter para su adaptación. Un Michael Caine 35 años mayor repitió protagonismo, aunque permutando su viejo rol por el que interpretara Laurence Olivier. Su lugar, el del peluquero dandi (aquí reciclado en actor en paro), recayó en un Jude Law de lo más histriónico e insoportable.

En su soberbia, Branagh rehusó de un plumazo la estética visual de la versión del 72, apostando por un diseño irritantemente moderniqui. Con ello, el escenario rococó y abigarrado de cachivaches que definía a la perfección al personaje de Wyke, se convierte en una inmensa estancia vacía en la que, a duras penas, existen un par de sofás, igual que en los baretos de copas nocturnos que se pusieron de moda en los 90. Gigantescas pantallas de plasma y un único mando a distancia, suplen la ausencia casi total de escenografía.

El regusto enfermizo por los juegos queda sólo en una minúscula sombra de lo que fue. El payaso, con sus tremendos zapatones incluidos, no asoma por ninguna parte. En realidad, éste se escuda tras la cámara, dándole más importancia al continente que al contenido. Lo rocambolesco, en este caso, se localiza en la cantidad de planos inútiles y rebuscados con los que se planteó un remake ciertamente patético, y en un tercer acto insolentemente gay y totalmente tergiversado respecto a las intenciones originales.

Hay que ser valiente y tenerlos cuadrados para afrontar una nueva exégesis de La Huella. O, sencillamente y sin ir más lejos, hay que ser un pedante de mucho cuidado. Sea lo que sea, los resultados cantan por sí mismos: Mankiewicz, 10; Branagh, 0.

Las comparaciones son feas pero, como sucede en este caso, también son inevitables.

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