Dos horas y media interminables de proyección. Mucha paja y poca teca. Eliminando vuelos innecesarios sobre Pandora y paseillos por la jungla, en plan tarzanescos y de liana en liana, bien podría haber quedado en una horita y media ajustadita. Y todos tan contentos, a pesar de que el efecto visual se hubiera reducido bastante. Y es que a mi parecer, dejando a un lado la brillante tecnología aplicada, Avatar es una de las películas más vacías de esta década.
No explica nada nuevo. El truco está en traspasar al futuro a Pocahontas y a El Gran Combate, dándole rienda suelta al metraje a golpe de efectos especiales. La historia es lo de menos. La cuestión es epatar con el 3D y los colorines fluorescentes.
Los buenos son muy buenos y los malos muy malos. El término medio no existe. Más trillado, imposible. Básico, básico, básico. La inclusión de un love story resulta de lo más inevitable. Él es un Pitufazo, con el rostro de Woody Harrelson, cuyo cuerpo es teledirigido por un marine inválido; ella una Pitufaza con la misma cara que Silvia Munt. Y, para más INRI, durante la escena de amor, uno se queda con las ganas de ver el polvo entre los dos animalicos.
Un poco de ecologismo de estar por casa (eso siempre vende y hace más progre), un toque de pacifismo y otro de solidaridad. Y poca cosa más. Suerte ha tenido de sus nominaciones al Oscar, pues en un principio tenía pensado ahorrármela.
Si lo que buscan es un espectáculo de barraca de feria, Avatar tiene validez absoluta. Si esperan algo más, van daos.
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