Ya tenemos de nuevo en las pantallas a Jason Bourne, el agente amnésico de la CIA que tanto nos sorprendió hace dos años desde El Caso Bourne, una excelente cinta de acción, basada en una novela de Robert Ludlum y que, curiosamente, ya había sido adaptada, a finales de los 80 para la televisión, con el soseras del Richard Chamberlain (aka Pájaro Espino) como protagonista. Y la verdad, no es que Matt Damon sea un gran actor, pero entre éste y el Chamberlain hay un abismo.
Todo hay que decirlo, en El Mito de Bourne, Matt Damon ha mejorado muchísimo en lo que se refiere a interpretación. Ya no es aquel joven imberbe e inexpresivo a que nos tenía acostumbrados. El chico tiene un poco más de solera y carisma y, en este caso, lo demuestra a la mínima de cambio, sea dando tortazos a diestro y siniestro, controlando de soslayo a sus enemigos o confesando recónditos pecados del pasado.
La película tiene sustancia y, si en mucho me apuran, supera en guión a la primera (que ya no estaba nada mal). Su estructura narrativa sorprende y la historia en sí dejará a más de uno con la boca abierta cuando, en menos de quince minutos, nos atice la primera bofetada inesperada. A partir de este golpe de efecto, con homenaje incluido a La Noche del Cazador (que no voy a contar como hacen otros desaprensivos), tanto el propio Bourne como el espectador entrarán en una espiral de violencia, intrigas y acción ciertamente imparables.
Al igual que en El Caso Bourne, acertadamente, recupera el espíritu infundado por uno de los clásicos del cine de espías, la mayúscula Desde Rusia con Amor (un James Bond sin artilugios extraños ni desmadres increíbles) e incluso, a través de la primera lucha cuerpo a cuerpo de nuestro héroe, hallarán un gran guiño a la excelsa pelea ferroviaria que mantenían Sean Connery y un cuadrado matón de la KGB.
De todas maneras, la película tiene un grave defecto del que carecía por completo la primera. Mientras Doug Liman, el director de aquella, nos plasmaba las escenas de acción a través de un rodaje clásico y clarificador (fantásticas filmaciones para sus persecuciones automovilísticas, por ejemplo), el realizador de este nuevo capítulo, Paul Greengrass, ha querido ser más moderno que nadie y ha optado por una aborrecible estética que yo denomino como la del video-clip parkinsoniano. Me explico: toda la vertiginosa acción de la película (sobretodo sus persecuciones automovilísticas) está filmada a base de primeros planos, cámara temblorosa en mano (como si su director de fotografía tuviera el Parkinson) y con un alucinado montaje en el que, cada uno de esos planos, no aguanta más de 2 segundos en pantalla. Resumiendo: para poder ver y comprender exactamente lo que ocurre durante esas escenas, o se instruyen en el arte de hacer chiribitas con los ojos -como Marujita Díaz- o acaban consumiendo Biodraminas una detrás de otra. A lo mejor sólo son manías mías, por eso de la edad y los nuevos tiempos, pero me molestó bastante. Y es una pena
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