María es guapita, campesina y cazurra; un poco como el PacoMartínezSoria pero en chica. Sara es guapita, pija y tontita. Quentin Cooke, a pesar de ser un antepasado del mismísimo Gil Grissom, es un tío tímido y patoso. Ellas son mejicanas; él es norteamericano. El Trío de la Bencina. Son la prueba fehaciente de que Dios los cría y ellos se juntan. Bueno, más que ellos, los junta el espabilado del Luc Besson, el productor de este engendro que, en forma de western, poco tiene que envidiar a Las Petroleras, un penoso spaguetti-western que, realizado en 1971, en el fondo, pretendía lo mismo que estas Bandidas: potenciar al máximo a las dos estrellas protagonistas. Si antes fueron Brigitte Bardot y Claudia Cardinale, ahora les toca el turno a Penélope Cruz y Salma Hayek. Aunque, personalmente y por lo que al dúo femenino se refiere, me quedo con la BB y la CC de los años 70. Al menos, tenían clase.
La historia de Bandidas es la de siempre. Un poblado mejicano es expoliado por un banco norteamericano, usurpándoles las tierras a los moradores del lugar. La excusa de los especuladores es el paso de un nuevo ferrocarril por el lugar. ¿Les suena esto a algo novedoso? María y Sara, por cuestiones muy distintas, acabarán uniéndose para luchar contra los explotadores, aunque cada una de ellas por causas muy distintas. La primera para devolver las tierras a sus vecinos; la segunda, como un tema personal para vengar la muerte de su padre en manos de un esbirro contratado por los yanquis. El sistema utilizado por ambas en la desestabilización de los invasores no es otro que vaciar todos los bancos de su propiedad, uno por uno. Un investigador de la policía científica de Nueva York, recién llegado al lugar de los atracos, no tardará en convertirse en rehén de las dos muchachuelas para, al poco tiempo, identificarse con las causas de éstas y empezar a luchar a su lado. Tres tontos y un destino.
Inexplicablemente, para dirigir esta proeza cinematográfica, Luc Besson ha contado, nada más y nada menos, que con dos directores, Joachim Roenning y Espen Sandberg; dos tipos desconocidos que, de todos modos, han conseguido que sus padres estén contentísimos por el porvenir cinematográfico que les ha abierto el Besson a sus respectivos hijos. Y, vistos los resultados, los dos niños se han quedado bien descansados.
Bandidas no puede pillarse por ninguna parte. Todo el film, en sí mismo, es una zozobra continua. La Pene está horrenda; a la Salma le ocurre un tanto de lo mismo, mientras que el émulo de Grissom, Steve Zahn, muestra sus bobaliconas dotes de comediante de feria barata. Más que artístico, este es un festival artrítico sin parangón, del que sale ganador, por sus malas artes, Dwight Yoakam -¡qué ya es decir, al lado de tres interpretaciones tan infaustas!-. Éste, sin vergüenza alguna y disfrazado de Nicolas Cage, se desmelena a gusto en la piel de un sicario perverso y fuera de control. Eso sí: un sicario de esos que salían en los tebeos de Mortadelo y Filemón, de los del Gang del Chicharrón.
La película respira cierto aire de comedia. O eso, al menos, es lo que pretende. Y lo único que en realidad consigue con ello es acercarse a esas revistas de Colsada que, en los 70, causaron furor en el Paralelo barcelonés. Hay una escena digna de este tipo de obras en las que el Trío de la Bencina inician una especie de ménage à trois de los que pasarán a la historia de los despropósitos cinematográficos. Allí, entre beso y beso de las dos mozuelas al maniatado familiar de Grissom, sólo faltaría la presencia de Tania Doris y Juanito Navarro para redondear la función.
A mí, lo que de verdad me da pena. en medio de tantas gansadas juntas, es ver a un actor de la talla de Sam Shepard metido en un proyecto como éste. Son cosas que nunca llegaré a entender.
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