23.8.07

El cocinero, el ratón, su comida y su talante

No me fiaba demasiado de ese enlace matrimonial entre Disney y Pixar. Me daba la impresión que el frescor de los responsables de Los Increíbles se podría ir al traste y apuntar hacia derroteros más sensibleros y ñoños, como ya les ocurrió, sin ir más lejos, con Cars, uno de los mayores fiascos (a mí gusto) del cine de animación nacido de dicha unión. Ahora, gracias a la espléndida Ratatouille, me han demostrado que estaba equivocado.

París, la aute cuisine, un restaurante de 5 tenedores en declive tras la muerte de su chef, una herencia conflictiva y la presencia de una rata de paladar exquisito, son los principales ingredientes que ha manejado Brad Bird para dar cuerpo a tan suculento plato cinematográfico. Y es que meter a una rata de cloaca como cocinera de un restaurante de lujo... tiene su coña y su divertido puntito de mal gusto, ya que los movimientos de los numerosos roedores que pueblan la proyección parecen ciertamente reales, pues los mismos han sido estudiados y recreados con total credibilidad.

Perfilar, con solo cuatro esbozos, a todos los personajes tal y como hace Bird (incluyendo a los más secundarios), ayuda, sin lugar a dudas, a su mejor digestión. El empecinamiento de Remy -el roedor protagonista- por dejar a su basurera familia y dedicarse a la hostelería, o el dibujo un tanto histérico que hace del atolondrado e inseguro Linguini -el posible heredero del restaurante del difunto Auguste Gusteau-, son dignos de tener en cuenta, al igual que ocurre con la relación forzosa de amistad y supervivencia que se crea entre la ratita y el negado aprendiz de cocinero. No es de extrañar, por todo ello, que Ratatouille se digiera en un abrir y cerrar de ojos.


Su estructura de cuento infantil no supone ningún obstáculo para que, sin abusar de ello, coloque algún que otro guiño cinéfilo, a lo largo de la proyección, dirigido a los más adultos. Quizás el más claro se localice en la escuálida y sombría figura de Anton Ego, un cruel crítico gastrónomico que, en muchos aspectos, podría ser hijo biológico del mismísimo Nosferatu de Murneau: su blanquecina tez, su terrorífica presencia y su pasión enfermiza por el mundo de los roedores, así lo atestiguan. Si a la fúnebre apariencia del tal Ego le añaden (en su versión original) la profundidad sonora de la voz de Peter O’Toole, tendrán a uno de los malos del cine de animación con tanta (o más) prestancia que Cruella de Vil o la reina bruja y engreída de Blancanieves. Y ello sin descartar al otro tipo perverso que forma parte del elenco de Ratatouille: el pequeño, huraño y obsesionado segundo chef que ve peligrar su puesto con la aparición de Linguini en la cocina; una especie de Peter Lorre, de rasgos morunos y necesitado, en todo momento, de minúsculas escaleras y taburetes para estar a la altura de los demás. Todo un descubrimiento.

La descripción del poder olfativo y gustativo de la rata Remy, el asombro de ésta al descubrir, por vez primera, que está viviendo en París, o los delirantes ensayos que realiza con el inepto y bonachón Linguini para compaginar sus tareas en el local de Gusteau y pasar, al mismo tiempo, desapercibida, son momentos que, a buen seguro, pasarán a formar parte de la antología del cine de animación.

Divertida e ingeniosa, Ratatouille ha dado un fuerte empuje a un cine que empezaba a trastabillar y a caer en el tópico y la repetición. Y también ha servido para consolidar definitivamente a Brad Bird como uno de los mejores directores en su género. Una maravilla para disfrutarla al cien por cien y en la que, según cuentan, ha colaborado en el doblaje español el deconstructor Ferràn Adrià, tanto cediendo su voz a un personaje ocasional como supervisando la traducción de ciertos términos culinarios. Por suerte, este hombre no necesita de ningún roedor para llevar a cabo sus sabrosas experimentaciones diarias.

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