Con El Ultimátum de Bourne se cierra la trilogía iniciada por Doug Liman en el 2002 sobre Jason Bourne, el espía amnésico programado para matar. Un broche de oro para una serie, en conjunto, excelente y capaz de dar una nueva visión sobre el mundo del espionaje y los sucios tejemanejes de la CIA. De todos modos, y a pesar de la seriedad con la que se han afrontado la adaptación de las tres novelas que sobre el personaje escribiera el desaparecido Robert Ludlum, ha sido imposible huir de ese toque jamesboniano casi imprescindible en toda película de espías que quiera sacar una buena tajada en taquilla. Y, en este caso, aparte de sus numerosas escenas de acción, el paralelismo más claro con el héroe creado por Ian Fleming se encuentra en la cantidad de viajes que Bourne realiza, a través del planeta, con la intención de recuperar su identidad perdida.
En ésta, al igual que en sus dos predecesoras, Jason Bourne quiere saber. Sólo tiene clara una cosa: fue programado para matar tras sufrir un borrado total de memoria. El hombre busca nombres y motivos. Y, ante todo, descubrir quién es él en realidad. Para ello, no parará hasta conseguirlo.
La historia planteada en El Ultimátum de Bourne exige tener muy claro el final de El Mito de Bourne, el capítulo anterior. Y es que Paul Greengrass, su realizador, en un juego perverso y teniendo en cuenta que su protagonista sufre de amnesia, aprovecha para poner a prueba igualmente la memoria del espectador, consiguiendo que éste se esfuerce para ayudarle a cerrar el puzzle emprendido cinco años antes con El Caso Bourne (posiblemente la entrega más templada de la serie).
Trepidante es la palabra que mejor define el trabajo de Greengrass. Su acelerado ritmo, sumado a sus imparables y ya citadas escenas de acción, no dejan respiro alguno al espectador. Debido a su imparable cadencia narrativa, es comparable a una montaña rusa desbocada en la que puede ocurrir de todo. La brillantez con la que resuelve ciertos pasajes, mezclando el suspense con la acción -tal y como sucede en aquel que transcurre en la londinense estación ferroviaria de Waterloo-, o la espectacularidad y la tensión otorgadas a ciertas escenas -la sólida persecución por las calles y tejados de la ciudad de Tánger es un buen ejemplo de ello-, consolidan a este capítulo como el más atractivo de los productos de este género en lo que llevamos de año. Hasta incluso Matt Damon (quien al final encontró su papel ideal con este personaje) parece un buen actor. O, al menos, en esta ocasión se muestra capaz de estar a la altura de secundarios tan espléndidos como Joan Allen, Scott Glenn o David Strathaim.
Lástima, sin embargo, que su director siga empecinado en filmar de manera tan desbocada. Su cámara en continuo movimiento, el exagerado abuso de primerísimos primeros planos y el sincopado montaje utilizado en sus secuencias más vibrantes, rompen un poco la fuerza que desprende, en general, todo su metraje. De todos modos, y en comparación con su labor en El Mito de Bourne, me atrevería a afirmar que, a pesar de esa convulsión fílmica habitual en su cine, el hombre se ha calmado bastante. Y ello es muy de agradecer.
¿Se imaginan esta secuela firmada, sin ir más lejos, por la elegancia y clasicismo que lució Martin Campbell en el nuevo Casino Royale? Y es que la templanza, por muy convulsa que sea la historia, es una buen modo de afrontar una cinta de similares características. Al menos, no es necesario que media platea tenga que recurrir a las biodraminas.
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