15.10.07

El sarcoma de Semyon

Con Promesas del Este, David Cronenberg sigue alejado del fantástico para adentrarse en la textura de un nuevo thriller de tintes enfermizos, tanto o más cáustico que su anterior trabajo, el excelente Una Historia de Violencia. Al igual que en ése, vuelve a escanear, con todo tipo de detalles, la degradación moral y psíquica de una familia... aunque, en este caso, se trate de una familia relacionada directamente con la mafia rusa.

El marco geográfico que ampara a los miembros de la familia Semyon es la ciudad de Londres, localidad en la que regentan un lujoso restaurante especializado en comidas transiberianas; un local igual de húmedo y sombrío que la capital inglesa que les da cobijo, y desde el que se maneja todo tipo de negocios sucios: del juego a la prostitución, pasando por las drogas. Dentro de la cruda trama urdida por Cronenberg y su guionista, Steven Knight, Semyon y su hijo Kirill (brillantes Armin Mueller-Stahl y Vincent Cassel) son tan sólo un par de elementos más dentro de una historia marcada por distintos matices, siendo también uno de ellos la accidentada relación que se crea entre Nikolai -el chófer de los Semyon y hombre de confianza de Kirill- y Anna, una enfermera que se aproxima al misterioso clan siguiendo lo escrito en el diario personal de una paciente; un contacto casual que, en parte, sacará a flote la rancia decadencia en la que se desenvuelven los hampones.

Pecados ocultos, crímenes, envídias, celos y recelos, estallarán en el seno de una familia que, hasta ese momento, se creía autosuficiente. Al igual que en Una Historia de Violencia, el director canadiense recurre al juego de las identidades, guardándose en este aspecto un as en la manga con el que sorprender a la platea para, a partir de aquí, ir construyendo, poco a poco y sin prisas, una película sobria y sombría, de luz tenue y tonos barrocos y, ante todo, de pausado transcurrir. Por ello, no es de extrañar que sus controlados (y no muy numerosos) brotes de violencia física, siempre secos y sobrecogedores, se hayan insertado en la narración a manera de arma psicológica con la que romper la calma chicha (pero tensa) con la que se ha rodeado a sus protagonistas. Una violencia que, sin embargo, forma parte, desde siempre, del particular universo de Cronenberg. De hecho, su primera escena (digna de inclusión en futuras antologías sobre el cine de mafias) ya prepara al espectador para que sepa, de antemano, conque tipo de personas tendrá que ir lidiando.


Y allí en medio, en el mismísimo ojo del huracán, se sitúa un modélico Viggo Mortensen; Nikolai, el chófer: un gángster de modales elegantes. Culto y refinado en sus gustos, guarda un cuidado aspecto físico que remite al Kirk Douglas de los años 40 y 50, justo cuando el actor daba vida a cínicos sin escrúpulos que, pese a su maldad, entroncaban directamente con las preferencias del público. Y es que aquí, Mortensen, al igual que hizo el abuelo Douglas en su época, ha sabido cultivar a ese tipo de héroes de baja estofa capaces de meterse el corazón de una muchacha guapa en el bolsillo, tal y como ocurre con la enfermera a la que da vida Naomi Watts. Sólo un tipo duro y solitario como él puede verse envuelto en una sangrienta lucha, cuerpo a cuerpo, en pelota picada y en una sauna, defendiendo su vida ante dos formidos esbirros armados con armas blancas; una de las peleas mejor filmadas del cine actual que, por su crudeza, ritmo, montaje y sonido de los mamporrazos, transportó a mi memoria hasta ese tren de Desde Rusia Con Amor en el que, Sean Connery y un matón con forma de armario, se daban de hostias incluso en el carné de identidad.

Una película visceral; valiente a la hora de tratar a sus personajes con una frialdad de aquellas que duelen y que, en muchos aspectos, se puede tomar como un complemento perfecto a su anterior film, con el propio Mortensen al frente. Y es que, ambos títulos, coinciden en muchos detalles. La mentira, el engaño o el verificar que nadie es en realidad lo que aparenta, son algunas de las claves que los interseccionan.

En Promesas del Este, David Cronenberg sigue reinventándose a sí mismo, sin renunciar por ello a las constantes de su filmografía. Cambia la enfermedad (tema recurrente en sus cintas) por la imagen de la familia como institución primordial y demuestra, al mismo tiempo y a través del trueque, que las relaciones familiares, a veces, pueden ser igual de destructivas y malignas que el dolor causado por un cáncer en estado avanzado.

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