31.10.07

Noche de Halloween (La habitación del pánico)

Acabo de despertar bruscamente. Me siento comprimido. El cubículo que me acoge es en exceso pequeño. Sus paredes son como de goma, pero sin la elasticidad de ésta. Apenas puedo moverme. Estoy casi en forma de cuatro. Un fuerte e indeterminado hedor a sangre y defecaciones colapsa mis fosas nasales. La respiración se me hace difícil. Me siento mojado y sucio. Una fuerte sacudida mece al nimio espacio en el que me encuentro encerrado. Oigo el intenso gemido de una voz que me resulta familiar: procede del exterior, aunque retumba en mi cabeza como si se alojara dentro de mí.

Tengo miedo. La oscuridad me envuelve y sigo sin poder moverme. Noto que tengo la cabeza blanda, como si fuera de plastelina. De vez en cuando, abro a duras penas los ojos. Es entonces cuando descubro que me mantienen sumergido en un líquido caliente y viscoso; un líquido que se mezcla con la sangre que recubre mi cuerpo. Otra sacudida violenta me hace mantener alerta. A los pocos minutos, otra más. Luego tres más. Y cuatro; cinco; seis… Llega un momento en que no hay tiempo de espera entre ellas. No sé que coño me está ocurriendo. Todo da vueltas a mí alrededor. No recuerdo nada antes de despertar en esa cueva minúscula. Las paredes de goma me aprisionan. Mi respiración es cada vez más dificultosa. Intento pedir auxilio, pero de mi adolorida garganta no surge ningún sonido.

Los gemidos exteriores suenan ahora muy fuertes y continuos, igual que las vibraciones. Me siento indefenso. Descubro que estoy atado a una larga cuerda de tejido carnoso. Hago esfuerzos por desatarme de ella, aunque mis manos no responden correctamente: están torpes y adormecidas. Los sollozos son ya muy constantes y mucho más sonoros que antes. Alguien ha subido el volumen. Nacen del exterior y revientan en mi interior. El zulo se hace más pequeño. Necesito oxigeno con urgencia.

Inspiro profundamente. Tan sólo una bocanada de sangre entra en mis pulmones. Me siento desfallecer cuando, de pronto, un débil rayo de luz asoma ante mí. Tan fuerte era la oscuridad que, ese tenue esbozo de luminosidad, se convierte en un afilado punzón para mis adormecidos ojos. La claridad empieza a ser más intensa. Alguien está forzando una puerta de salida para que pueda respirar. Las paredes aprietan con fuerza, presionando mi cuerpo y lanzándolo hacia afuera.

Al tiempo que un tranquilizador golpe de aire penetra en mis pulmones, un intenso “¡blup!” revienta en mis oídos. La oscuridad ha desaparecido. Algo presiona mis sienes. A pesar de que mi respiración empieza a ser normal, la cabeza está a punto de estallarme. Un gigantón me secciona a lo bruto la cuerda de carne. Estoy en pelota picada, lleno de mucosidades, sangre y mierda. Una peste hedionda vuelve a dejarme sin oxígeno. Me voy a ir; lo noto. Aquí se acaba todo. Pero no; vuelvo a respirar con una intensidad inusitada. Creo que el muy hijoputa del gigantón me ha soltado un par de fuertes cachetes en las nalgas. La impotencia y la rabia me hacen llorar a lágrima tendida. “¡Mira, Antoniu, és un nen!”. El sonido de esa voz familiar que antes gemía, me tranquiliza por completo... Y aquí me tienen.

Esta madrugada, pasada la medianoche, se cumplirán 48 años de ese suceso que trastornó mi vida por completo. Y créanme cuando les digo que lo recuerdo como si fuera ayer.

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