La historia de El Extraño está ambientada en Harper, una pequeña y tranquila población de Connecticut, lugar en donde vive, desde hace un largo tiempo y bajo una falsa identidad, Franz Kindler, un nazi buscado por el Comité de Crímenes de Guerra. Adoptando el nombre de Charles Rankin, se ha convertido en el respetable profesor de historia de la prestigiosa escuela de localidad. La promesa a sus conciudadanos de arreglar desinteresadamente el reloj de la iglesia, y su matrimonio con la hija de un reputado juez de la Corte Suprema, son sólo algunas de sus artimañas para mantener alejadas de él todo tipo de sospechas.
La cinta bebe directamente de las bases establecidas por Alfred Hitchcock en La Sombra de una Duda, film realizado en 1943 y curiosamente protagonizado por un amigo íntimo de Orson Welles: Joseph Cotten. En él, el llamado Mago del Suspense, colocó a una pérfida bestia negra en el corazón de un apacible pueblecito norteamericano; un peligroso asesino de viudas que, con su presencia, acabaría por romper la paz y la monotonía reinantes en el lugar. Welles, tres años después que Hitchcock, adoptó la misma idea que éste al situar al Mal en un enclave idílico en el que la vida transcurría de manera monótona, aunque magnificando a su particular malvado al convertirlo en uno de los máximos responsables del holocausto judío: el mismísimo demonio en persona.
Muchos, erróneamente, han considerado El Extraño como un título menor dentro de la filmografía de su director. A mí parecer, poco tiene de menor un trabajo en el que Welles volcó toda su inventiva imaginaria y narrativa al cien por cien. Quizás, en esta ocasión, se le fue un tanto la mano al jugar con demasiados planos rocambolescos y con la exagerada apertura de campos visuales. Tanto se alabó su innovadora puesta en escena en Ciudadano Kane que, en el fondo, hasta resulta normal que aprovechara para dejar bien clara su autoría. Y es que, no hay que negarlo, al hombre le quedaban la mar de majos esos planos secuencia, iniciados desde lo más alto y con la ayuda de una grúa, que terminaba, en forma de picado, sobre sus protagonistas o destacando algún que otro objeto muy determinado.
En la memoria de todo aquel que vea El Extraño, quedarán grabadas un par de escenas magistrales. Una de ellas es la del primer asesinato que comete Franz Kindler para preservar su identidad, mientras que la otra se localiza durante el apoteósico final que transcurre en lo alto de la iglesia, justo entre las tripas del gigantesco reloj que está reparando Kindler. Todo un festival para los sentidos al que, de manera muy sutil, rindió homenaje Robert Zemeckis desde Regreso al Futuro.
A mí parecer, el único defecto de este thriller estriba en la interpretación del propio Orson Welles quien, a través de una teatralidad excesiva, da vida a ese genocida que acaba delatando su verdadera personalidad por culpa de Karl Marx. Una labor radicalmente opuesta a las de Edward G. Robinson o Loretta Young, ambos espléndidos en sus respectivos cometidos: el primero como Mr. Wilson, un culto e incansable cazador de nazis y ella, la Young, como la sufrida recién casada que se niega a aceptar la realidad que envuelve a su matrimonio. Y allí, comiéndose el trabajo de todos ellos, un secundario como la copa de un pino y, sin embargo, con una muy corta filmografía en su haber: un tal Billy House recreando, a la perfección, un papel exquisito: el de Mr. Potter, el orondo propietario y dependiente del bar y, al mismo tiempo, principal tienda comercial de la localidad; un tipo chafardero, un poco gandul, experto jugador de damas y secretario del Ayuntamiento. Todo un personaje al que, tanto Wilson como Kindler y de manera muy sibilina, tirarán de la lengua para llevar a cabo su peculiar juego del gato y el ratón.
Cine en estado puro; en blanco y negro; de diálogos inteligentes; situaciones irrepetibles y dotado de una banda sonora aplastante, totalmente acorde con las imágenes (Bronislau Kaper era el nombre del culpable). Una nueva vuelta de tuerca a uno de los temas más agradecidos del Séptimo Arte: el de la doble identidad. Una brillante manera (aunque fuera tras los pasos de Hitchcock) de introducir la maldad en un rincón virginal. Una joyita, vaya.
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