Tras la proyección, regreso a la habitación. Vasito de agua mineral y al sobre.
Esta mañana, ante el soñado buffet libre del desayuno, he descubierto que mi estómago me odia. Él sabe positivamente que todo lo que trague allí es ahorro para mis bolsillos… pero nones, ¡qué a esas horas se niega a zampar! Total, que repito croissant, pastita minúscula con chocolate y, como novedad, le añado una ensaimadita de tamaño bolsillo. Café con leche y zumo de piña: la cuestión es hacer mezclas exóticas, peligrosas y explosivas para conseguir ir al lavabo de una puñetera vez, pues, de manera inexplicable y desde que estoy en esta villa, he perdido mi ritmo de evacuación diario. Mi madre diría que todo es cuestión del cambio de aguas…
Acudo a las 11.15 A.M. al Auditorio y, por tratarse de un día laborable, hay una notable afluencia de público. Blade Runner: The Final Cut es la película a proyectar. “¡No entiendo lo de tanta gente, si la tenemos todos en casa!”. Sabias las palabras de don Carlos Pumares al entrar en la sala. Y es que el hombre, sin haberla visto aún, no iba en nada desencaminado pues, a pesar de lo esperado, los cambios son mínimos y casi imperceptibles. Ha jugado a lo mismo que hizo Lucas con sus guerras galácticas, con lo cual sólo se ha dedicado a retocar seis o siete planos para añadirles nuevos detalles digitales a la imagen original. Un claro montaje publicitario para promocionar su próxima salida en DVD ya que, por lo que he oído, es posible que ni pase por salas de estreno. Sea como sea, siempre es un disfrute ver un título de estas características en una pantalla gigantesca como la del Festival de Sitges. Un servidor, al menos, ha babeado un poquito.
Para seguir con la eterna discusión sobre la posibilidad de que Harrison Ford sea también un replicante, bajo al pueblo con mi señora y nos vamos de montaditos y cerveza a un conocido restaurante vasco de la población. Dudo que, hasta bien entrada la tarde, pueda recuperarme del abuso gastronómico.
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