

El tal Theo Crawford es un ingeniero multimillonario de cierta edad que, tras descubrir la infidelidad de su esposa, maquina un rocambolesco plan para asesinarla y salir absuelto del crimen. Un prototipo de villano totalmente intercambiable por las características del amigo Lecter y que, aunque no le vaya en nada la carne humana, denota un especial interés por merendarse con patatas fritas al fiscal encargado de su caso. Y es que, el muy pérfido, después de pegarle un balazo en la cara a su mujer e ingresar en prisión, decidirá defenderse a sí mismo a sabiendas de que la fiscalía no cuenta con ninguna prueba para imputarle el homicidio.
Dejando ya a un lado la repetitiva y nada sorprendente labor de Hopkins, Fracture, como película, no ofrece nada nuevo al espectador. Se trata de un thriller judicial, tan previsible como aburrido, en el que ni siquiera funciona el duelo actoral planteado entre el susodicho y un nada inspirado Ryan Gosling, el letrado que se verá pillado en medio del juego psicológico perpetrada por su maquiavélico oponente. Un aburrido y simplista juego que no se ha sabido exprimir a fondo por sus guionistas, quedando tan sólo en un tímido ensayo sobre la prepotencia de uno y las debilidades del otro. Un montón de innecesarios planos picados y contrapicados, un McGuffin de pacotilla y un giro de guión de lo más esperado, son tres de las truculencias, visuales y narrativas, orquestadas para otorgar una mayor apariencia a un simple producto del montón.
Pillen cualquier telefilm de tintes judiciales; despójenlo del ritmo que en general denotan las series televisivas; alarguen hasta dos horas los 40 minutos habituales de su metraje y, por último, agarren a Hannibal Lecter y sométanlo a un estricto régimen dietético sin nada de carne. Fracture será el resultado final.
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