
En esta ocasión, el director canadiense ha dejado a un lado el cine fantástico, con mejores resultados que los que obtuvo con la cargante M. Butterfly. Renovarse o morir. Y Cronenberg, de manera indiscutible, ha optado por renovarse, aunque sin renunciar por ello a seguir manteniendo viva una de las constantes más visibles de su irregular (pero tentadora) filmografía. La degradación de una familia típica y tópica sustituye, en este caso, a la atracción que sentía el realizador por plasmar en pantalla, de manera morbosa, todo tipo de enfermedades degenerativas, tanto psíquicas como físicas.

La película tiene estilo. Es fría y concisa, desde su primera y brutal secuencia. Se toma su tiempo pero, al contrario que en la de Jarmusch, ésta avanza paso a paso. Cada escena aporta un dato nuevo a la trama. Nunca se queda encallada. Todo liga a la perfección. La lógica se sitúa en primera línea. Y el realismo acaba siendo mucho más estremecedor que aquellas fábulas fantásticas y gores con las que antaño disfrutara el propio Cronenberg. Y es que el terror, a veces, puede habitar muy cerca de nosotros. Incluso podría dormir en nuestra propia cama, a nuestro lado.
Y, al igual que en la vida real, la violencia que expone es seca, cortante, inesperada y rauda. Como un cegador golpe de flash. Disparan, mueren y sangran. No hay ni superhéroes ni tipos ágiles haciendo piruetas. Sólo seres de carne y hueso, dispuestos a sobrevivir al precio que sea. El engaño siempre funciona, a no ser que un hecho aislado e imprevisto lo acabe dejando al descubierto, en pelota picada. Y es aquí cuando el melodrama y el thriller se aunan en perfecta armonía. Algo similar a lo que consiguió Clint Eastwood con la magistral Mystic River.


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