20.11.05

Ustedes lo han querido: PERSONA

Bueno, bueno, bueno, bueno... No hace ni cinco minutos que he desconectado el DVD. Acabo de tragarme, enterita, de cabo a rabo, Persona. ¡Ufffffffff! Estoy tentado de cambiar el nombre de esta sección por el de Ustedes son unos Perversos. ¿Qué daño les he hecho?, ¿por qué me obligan a ver Persona?

Ingmar Bergman, para muchos, será una vaca sagrada, el súmmum del Séptimo Arte, el gurú de la progresía, el no va más de la creatividad... Todo lo que quieran pero, sinceramente, para mí, es un farsante de mucho cuidado. Todos esos falsos simbolismos que vuelca en 80 interminables minutos es pura pantomima. Ganas de epatar y conseguir que algunos salgan de rodillas del cine alabándo a su AUTOR... (“autor”... palabra que se les hace agua en la boca, a sus seguidores más acérrimos, cuando hablan del ¿maestro?).

Persona. Su inicio ya es tremendo. Es de esos de “agárrate que vienen curvas”. Imágenes rápidas, insertadas una detrás de otra. De todo tipo. Y sin relación alguna entre ellas. Que el espectador se esfuerce en interpretarlas. Por algo se trata de Bergman. Un cordero degollado, sangrante; una bombilla de un proyector cinematográfico; una polla dura, erecta y peluda y un tipo ardiendo a lo bonzo. Música minimalista de fondo, de esas de golpe de teclas de piano desafinado y violines desencajados y fuera de ritmo, muy descompasado. ¡El no va más de la progresía babea con el inicio! Y, como remate, antes de empezar a hilvanar la historia, muestra el rostro y el cuerpo de tres difuntos en un depósito de cadáveres: una especie de Chus Lampreave, Phil Collins con 20 años más y, por último, un impúber feúcho y esquelético que, sin venir a cuento, cobra vida, se coloca unas gafas y se convierte en el niño Harry Potter con un toque femenino a lo Consellera Tura (esa de la Generalitat que, en cada telediario de TV3, sale en tres o cuatro noticias diferentes).

A partir de aquí, y tras unos créditos acelerados difíciles de leer (entre otras cosas porque están en sueco), el director está ya dispuesto a todo. Para romper con la rapidez inusual de sus créditos, el tío cambia de ritmo. Todo es muy lento, no sea que el espectador derrape y se lastime. Frío y aséptico, como siempre, muy desinfectadito. Y entra (en teoría) en materia. Y en esa “materia” (fíjense bien en las comillas) no hay más que dos mujeres, porque la peli es como La Huella, pero en peñazo, aburrida, pedante y sin el Olivier y el Caine. Vaya, tela marinera al canto.

Una de ella es una actriz, encerrada en un centro psiquiátrico desde hace tres meses: durante una representación de Electra le entró el yuyu, se olvidó de sus diálogos, se puso a reír y enmudeció. La otra es una enfermera, dispuesta y pizpireta, convencida de que con sus palabras y cariños sanará a la actriz y le devolverá su personalidad y el don de la palabra. Para que pueda llegar a ese punto, la directora del loquero, les cederá a las dos un monísimo chalet a orillas del mar.

La actriz es Liv Ullman, en el papel más descansado de su filmografía. Cuatro palabras, como máximo, en todo el metraje. Más esfuerzo que Harpo Marx, eso sí. La otra es Bibi Andersson, una cotorra, habla por los codos con el fin de curar a la mudita traumatizada. Mientras, ésta, la muda, la escucha, sonríe y mira al vacío. Bueno... al vacío miran mucho, las dos, aprovechando los momentos en que la Andersson cierra el pico. Miran por la ventana, se miran de frente, de soslayo, miran al horizonte. Y cada vez que “miran”, el Bergman se cuelga en interminables primeros planos de ambas mujeres. Y en esos puntos muertos, el músico minimalista (de los cojones) aprovecha para atronar con sus atonalidades.

A veces parece más loca la enfermerita que la Harpo. Pero a las dos les falta algún tornillo, eso seguro. La Andersson confiesa, a su modo, que es una calentorra y la Ullman (muda, pero no sorda ni tonta) lo pilla al vuelo y empieza a tirarle los tejos. El lesbianismo está servido, aunque de manera muy sutil, para no calentar a la platea. Con luz tenue, las chicas se soban un poco y se funde la fotografía.

Pronto aparecerá el mal rollo entre las dos. La Andersson quiere convertirse en la Ullman. Y, en parte, lo consigue. No del todo, pues la tía no calla ni a tiros. Y, claro, la otra se hace la muda (o la sueca)... La cotorra vuelve a largar sin parar. A veces, incluso se calla. Y entonces, ¡cómo no!, se miran. Un poco más. De soslayo, de frente, de pie, tumbadas, en la playa, en el salón... Y el minimalista dale de nuevo con el piano, los violines y el bombo.

¿Lesbianismo? ¿Vampirismo? ¿Menopausia? Todo puede ser. Es cuestión de comprarse unas gafas de pasta, dejarse una barba a lo Kubrick y fumar en pipa. Con ese uniforme es la única manera de entender las claves de Bergman.

Y la película sigue igual. No cambia de derroteros. Una charla; la otra calla y escucha, a veces observa unas setas. Y ambas vuelven a mirar. ¿Se tratará de una alegoría sobre la miopía? Podría ser. De golpe y porrazo, repite una escena de 5 minutos. La escena clave que desvelará la verdad de Persona, pues tras ella se esconde el misterio del film. Bergman demuestra ser consciente de que su cine es soporífero y, cuando vuelca su momento cumbre, al instante ha de repetirlo íntegramente (aunque filmado desde un ángulo distinto) por si alguien se ha dormido en el primer intento.

Y el tío se queda tan ancho. Alarga la cosa unos cuantos minutos más. Hace que se remiren de nuevo y, cuando le pasa por los huevos, cierra la película a lo brusco. Ovaciones, corte de oreja, de rabo y vuelta al ruedo.

Muchos, para tomar el pelo, deberían haber sido barberos antes que cineastas.

Por cierto... el Collins y la Lampreave, ¿qué coño pintan? Lo del Harry Potter-Tura lo aclara. No mucho, pero más o menos (sin llevar gafas de pasta) lo pillas.

Nota al margen: este es un post escrito con la sana intención de ampliar mi círculo de amistades.

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