8.5.05

Edipo en la cima del mundo

Cine negro. Del bueno. Del mejor. Y, cómo no, en blanco y negro, con sus sombras y tonalidades de grises correspondientes. Un gángster impulsivo. Una migraña destructiva. Un atraco a un ferrocarril con cuatro muertos. Una temporada en prisión. Un policía infiltrado. A un lado una madre dominante y, en el otro, su esposa, la mujer fatal por excelencia, como debe ser. 114 minutos densos, sin fisuras. Y un final inolvidable, de los que echan chispas. Todo perfectamente descrito. ¿Quién da más? Raoul Walsh, con Al Rojo Vivo, consiguió uno de los puntales indiscutibles del género. Los años 40 estaban a punto de fenecer y el realizador neoyorquino, con este título, se situó en la cima de Hollywood.

Y es que Al Rojo Vivo rezuma una electricidad que muy pocos han conseguido. James Cagney acababa de pasar una mala racha con la Warner y, tras varias intentonas frustradas con una productora propia y de su hermano, decidió volver al redil gracias a una oferta millonaria, tras la que se encontraba el protagonizar el film de Walsh. Darle vida a ese villano violento y enfermizo, con unos dolores de cabeza mortales, fue cuestión de coser y cantar para Cagney; al límite del histrionismo, sin llegar a cruzar la línea en ningún momento, tal y como pedía ese personaje amargado y soberbio. Cody Jarrett, el más pérfido de los gángsters, acababa de nacer: Su director sabía lo que se llevaba entre manos y por ello consiguió del actor su trabajo más reconocido, el de un tipo perverso, déspota con todo el mundo excepto con su propia madre, Ma Jarrett, una mujer malvada y ambiciosa, retorcida como pocas, de la que supo sacar el máximo provecho Margaret Wycherly, una secundaria que, hasta ese momento, sólo había dado vida a afables y entrañables ancianitas. Curioso, ¿no?. Y aquí, la madrecita del alma querida, exigía lo más difícil a su tarado hijo. La meta que le impuso a éste fue estar siempre en la cima del mundo.

Y detrás de esa pareja materno-filial estaba ella, Virginia Mayo, Verna, la esposa adúltera, bella pero bizca, desviando su mirada hacia uno de los apuesto sicarios de la banda de su marido, dispuesta a pegársela éste y a la suegra a la mínima de cambio. Una mujer atractiva pero vulgar: ronca mientras duerme, bebe como una esponja, su vocabulario es soez y, cuando Cody se gira, le mete la lengua hasta la campanilla a su amante de turno. Sabe nadar y guardar la ropa, sonríe ante los abruptos asesinatos de su esposo, no respeta las reglas y siempre busca al mejor postor. Y cuando lo tiene en sus redes, saca todo lo que quiere de él, sea el chulo de rigor o el propio Cody. “Cody, ¿me comprarás un abrigo de visón? El visón me sienta perfecto”. El pequeño Cody se la mira, de arriba abajo: “A ti hasta te sentaría bien la cortina de la ducha”. Sutilezas de un guión prodigioso, como el conseguir hacer creíble el ver a un tipo duro y sin escrúpulos sentado tiernamente sobre el regazo de su vieja madre, mientras ésta le acaricia la cocotera para calmar una de sus insufribles crisis de dolor.

Y en nuestras retinas, imágenes acumuladas para toda una vida, como la anteriormente citada. Momentos insustituibles, únicos, de esos que sólo pueden lograr las grandes películas: Cagney histérico, en el comedor de una penitenciaría, tras recibir una noticia desalentadora o bien las risas de nuestro maligno gángster, a lo Perro Pulgoso, tras asesinar a balazos, por la espalda, a otro tipo. El orgullo del criminal. La pasión por el mal. La muerte de otro como redención de sus propios pecados. La violencia elevada a la máxima potencia.

Y no sigo. Si alguien no la ha visto no querría reventarle el final. Un final antológico por antonomasia. Único y explosivo. La mejor manera de colocarse por goleada en la cima del mundo, aunque sea por unos pocos segundos. Les puedo asegurar que ese The End cumple, al cien por cien, con el tópico de que una imagen vale más que mil palabras. Y, por descontado, es de esos que una vez visto, jamás puede llegar a olvidarse.

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