10.5.05

El Reino de los Diplomáticos

Es indiscutible que Ridley Scott ya no es el que era. O, al menos, ya no es aquella promesa en firme que parecía tras Alien y Blade Runner. Lo que sí queda claro es que es un maravilloso operario. El tipo sabe poner la cámara y resolver las escenas de acción de manera mágica. Pero, indiscutiblemente, sus buenos films, posteriores a los dos citados anteriormente, son sólo eso: buenos, correctos, sin más. E, inevitablemente, ha ido alternando esa corrección con los pestiños más abominables. En mi memoria aún pulula ese interminable anuncio de perfumes de la Madre Selva, de tono histórico, que significó 1492: La Conquista del Paraíso, o ese par de alegorías fachendas y militaristas que bautizó como Tormenta Blanca y La Teniente O’Neil. Productos en nada dignos a su capacidad creativa, totalmente acomodaticios y de intenciones políticas harto peligrosas y resbaladizas.

Tan contento debió quedar Scott con ese divertimento ampuloso que fue Gladiator, un film épico, sin pies ni cabeza, pero gratamente distraído, que en su nuevo trabajo, El Reino de los Cielos, ha decidido regresar a las andadas grandilocuentes. Aunque cambiando un poco sus expectativas narrativas e ideológicas. Mientras en Gladiator apuntaba directamente a la aventura por la aventura, con un héroe y un villano bien definidos, en esta personal (y casi filosófica) visión sobre Las Cruzadas, apuesta más por el Humanismo que por el tebeo cinematográfico. En ella no hay ni buenos ni malos, ni vencedores ni vencidos. Ambos bandos defienden una causa muy concreta para la conquista de Jerusalén. Y ambas causas resultan igual de comprensibles y justas. La feroz violencia siempre se encuentra en el campo de batalla, jamás fuera de él, excepto en un episodio un tanto ilógico, metido con calzador, en el que un grupo de sicarios intenta acabar con la vida de Balian, el personaje interpretado por un soseras Orlando Bloom (¡qué poca entidad tiene este chico!). Todo muy políticamente correcto, tanto que, por momentos, hasta da asco. Balian y su rival más directo, Saladin, más que guerreros parecen diplomáticos asépticos. En este aspecto, la escena de la rendición de Jerusalén habla por sí misma.

En El Reino de los Cielos se narra uno de los apasionados episodios ocurridos durante la tregua que hubo, en Tierra Santa, entre la segunda y tercera Cruzadas. Muy a su manera, suavizado para no ofender a nadie, que no está el horno para bollos. Por el film de Scott aparecen y desaparecen muchos personajes. Demasiados. Como el Guadiana. De muchos de ellos ni siquiera sabremos su destino final, por culpa de la estupidez esa de guardar más de una hora de metraje para la edición en DVD. Todo parece mal narrado, pésimamente explicado, pues quedan cantidad de temas en el tintero, sólo esbozados mínimamente y aún por desarrollar. La historia suena a falsa, forzada, a veces ilógica, deshilachada en extremo y, lo que es peor, rezumando un infantilismo narrativo de lo más inaguantable. Al respecto, y a grosso modo, tomen nota de la siguiente introducción: un Caballero, Godofredo (excelente Liam Neeson) se dirige a Jerusalén haciendo escala en un pueblecito francés, lugar en el que se presenta ante Balian, el herrero del lugar, el cual acaba de vivir una desgracia familiar, y le asegura ser su verdadero padre. “Soy tu papá, Balian, vente conmigo a las Cruzadas, niño”. El joven traga a la primera de cambio. “Papá, oh, Papá, no creo en nada, ni en Dios, pero te acompañaré, seré un Cruzado y un tipo diestro con la espada, más diestro incluso que Manolete en el ruedo”. Dicho y hecho, se enfrasca en la aventura y, a la primera de cambio, ya está dando mamporros a diestro y siniestro... Lo de Manolete es una licencia, claro está, pero, más o menos, su guión sigue esos derroteros.

No negaré que las escenas de acción están bien filmadas, pero sin alma alguna, recurriendo al mismo estilo utilizado ya en las luchas cuerpo a cuerpo de Gladiator: exagerados primeros planos (no muy detallistas, por cierto) con digitalizadas salpicaduras de sangre; casi un refrito de lo ya visto en la cinta protagonizada por Russell Crowe. Y, por suerte, durante las últimas y largas escenas, aquellas en las que se hace referencia a la toma de la amurallada ciudad de Jerusalén, es en donde acaba apareciendo el genio de Scott, reflejando a la perfección la fiereza del combate y dejando, un tanto de lado, esos cercanos y agobiantes primeros planos con los que ha estado filmando el resto de batallas y combates. Y allí, en ese asedio a Jerusalén, cuando falta sólo media hora para llegar al punto final, es en donde brilla al cien por cien la película, a pesar de que, en ese momento, su estilo descriptivo esté plagiado directamente de Peter Jackson y su abismo de Helm (Las Dos Torres). La sensación de déjà vû es inevitable.

En general, El Reino de los Cielos me aburrió soberanamente. Me dio la impresión de estar revisando ese arcaico El Cid de Anthony Mann, como si se tratara de una película épica anclada en el pasado, de diálogos fatuos y situaciones sin salsa, aunque con la tecnología de hoy en día. Una tecnología de la que últimamente se está abusando en exceso. Empiezo a estar cansado de tanto mogollón de ejércitos digitalizados. El multiplicar a cuatro extras por tropecientos mil ya no me sorprende. Al contrario, me agota. Me gustaba más la tarea artesanal de un tipo como el citado Mann, el cual, sí solamente podía contar con 53 tíos para reflejar el fragor de la batalla, los aprovechaba al máximo y acababa dando el pego de la misma manera. Al menos era cine hecho con amor y dedicación, aunque los resultados, como en el caso de El Cid, fueran igual de desastrosos. Pero al menos se notaban esas ganas y ese empeño que no tiene la película de Scott. Y eso, en el fondo, se agradece. Quizás el director de Alien necesitaría ahora a alguien como Samuel Bronston para estar pendiente de su rodaje.

Analizada fríamente, El Reino de los Cielos, aparte de estar bastante mal explicada y dar una visión muy confusa sobre la realidad de Las Cruzadas, acaba siendo una película de momentos aislados. Momentos ciertamente deslumbrantes, de esos que denotan que, tras la dejadez actual de su realizador, se esconde un personaje con una sabiduría cinematográfica ejemplar. La visita nocturna de Balian al lugar en el que fue crucificado Jesucristo, rodeado de fantasmagóricas siluetas, o la presencia escalofriante del enfermizo Rey Balduino, enfundado su rostro tras una máscara de acero para esconder su deterioro físico a causa de la lepra, son destellos determinantes de la validez de Scott, empecinado ahora en desperdiciar su talento en delirios de grandeza tan vacíos como faltos de originalidad.

Como curiosidad final citarles que, debajo de la citada máscara del leproso Balduino, está agazapado uno de los actores más impresionantes de los últimos años, Edward Norton. De todos modos, ya que no podemos ver su rostro, es aconsejable disfrutar su voz en la versión original, pues en la doblada, tal y como dice un buen amigo mío, tras ese disfraz bien podría haberse metido el mismísimo Fary. Y, ciertamente, con el doblaje, surte el mismo efecto el Fary que el Norton.

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