En El Reino de los Cielos se narra uno de los apasionados episodios ocurridos durante la tregua que hubo, en Tierra Santa, entre la segunda y tercera Cruzadas. Muy a su manera, suavizado para no ofender a nadie, que no está el horno para bollos. Por el film de Scott aparecen y desaparecen muchos personajes. Demasiados. Como el Guadiana. De muchos de ellos ni siquiera sabremos su destino final, por culpa de la estupidez esa de guardar más de una hora de metraje para la edición en DVD. Todo parece mal narrado, pésimamente explicado, pues quedan cantidad de temas en el tintero, sólo esbozados mínimamente y aún por desarrollar. La historia suena a falsa, forzada, a veces ilógica, deshilachada en extremo y, lo que es peor, rezumando un infantilismo narrativo de lo más inaguantable. Al respecto, y a grosso modo, tomen nota de la siguiente introducción: un Caballero, Godofredo (excelente Liam Neeson) se dirige a Jerusalén haciendo escala en un pueblecito francés, lugar en el que se presenta ante Balian, el herrero del lugar, el cual acaba de vivir una desgracia familiar, y le asegura ser su verdadero padre. “Soy tu papá, Balian, vente conmigo a las Cruzadas, niño”. El joven traga a la primera de cambio. “Papá, oh, Papá, no creo en nada, ni en Dios, pero te acompañaré, seré un Cruzado y un tipo diestro con la espada, más diestro incluso que Manolete en el ruedo”. Dicho y hecho, se enfrasca en la aventura y, a la primera de cambio, ya está dando mamporros a diestro y siniestro... Lo de Manolete es una licencia, claro está, pero, más o menos, su guión sigue esos derroteros.
No negaré que las escenas de acción están bien filmadas, pero sin alma alguna, recurriendo al mismo estilo utilizado ya en las luchas cuerpo a cuerpo de Gladiator: exagerados primeros planos (no muy detallistas, por cierto) con digitalizadas salpicaduras de sangre; casi un refrito de lo ya visto en la cinta protagonizada por Russell Crowe. Y, por suerte, durante las últimas y largas escenas, aquellas en las que se hace referencia a la toma de la amurallada ciudad de Jerusalén, es en donde acaba apareciendo el genio de Scott, reflejando a la perfección la fiereza del combate y dejando, un tanto de lado, esos cercanos y agobiantes primeros planos con los que ha estado filmando el resto de batallas y combates. Y allí, en ese asedio a Jerusalén, cuando falta sólo media hora para llegar al punto final, es en donde brilla al cien por cien la película, a pesar de que, en ese momento, su estilo descriptivo esté plagiado directamente de Peter Jackson y su abismo de Helm (Las Dos Torres). La sensación de déjà vû es inevitable.
Analizada fríamente, El Reino de los Cielos, aparte de estar bastante mal explicada y dar una visión muy confusa sobre la realidad de Las Cruzadas, acaba siendo una película de momentos aislados. Momentos ciertamente deslumbrantes, de esos que denotan que, tras la dejadez actual de su realizador, se esconde un personaje con una sabiduría cinematográfica ejemplar. La visita nocturna de Balian al lugar en el que fue crucificado Jesucristo, rodeado de fantasmagóricas siluetas, o la presencia escalofriante del enfermizo Rey Balduino, enfundado su rostro tras una máscara de acero para esconder su deterioro físico a causa de la lepra, son destellos determinantes de la validez de Scott, empecinado ahora en desperdiciar su talento en delirios de grandeza tan vacíos como faltos de originalidad.
Como curiosidad final citarles que, debajo de la citada máscara del leproso Balduino, está agazapado uno de los actores más impresionantes de los últimos años, Edward Norton. De todos modos, ya que no podemos ver su rostro, es aconsejable disfrutar su voz en la versión original, pues en la doblada, tal y como dice un buen amigo mío, tras ese disfraz bien podría haberse metido el mismísimo Fary. Y, ciertamente, con el doblaje, surte el mismo efecto el Fary que el Norton.
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