En Billy Elliot, el film del británico Stephen Daldry -filmado antes que su pedantilla Las Horas-, un niño dispuesto a convertirse en bailarín profesional es la excusa principal para que el realizador urda un excelente retrato de la Inglaterra tatcheriana, en la que mineros en huelga y policías en plan de alerta se convirtieron en uno de los focos de atención de esa sociedad unos cuantos años atrás. De todas maneras, muy poco ha cambiado en Gran Bretaña desde esos días.
Antes de empezar a hablar de la película, les recomendaría fervorosamente que intentaran verla en su versión original subtitulada, ya que su doblaje es uno de los más caóticos y vomitivos que se han realizado en nuestro país y que, por si solo, es capaz de reventar totalmente el buen trabajo interpretativo del joven que da vida al Billy Elliot del título, Jamie Bell, sobre todo en las escenas en las que éste demuestra cierto nerviosismo y acaba alzando su tono de voz. De vergüenza ajena, pues ni siquiera el DVD editado en España se ha dignado a subtitular la película en nuestro idioma
Una sola imagen define a la perfección el espíritu de la cinta de Stephen Daldry, cuando dos de los pequeños protagonistas de la misma, paseando por una de las calles de su ciudad, no muestran ningún tipo de inquietud ante una numerosa formación de antidisturbios dispuestos a frenar cualquier atisbo de manifestación a través de la violencia. La cotidianidad convertida en figura principal de la película; una imagen habitual, por desgracia, durante las largas huelgas de los mineros en el Condado de Durham, en pleno gobierno férreo de una de las féminas más repudiadas de los últimos tiempos, Margaret Thatcher. La cotidianidad, igualmente, en las relaciones de familia de Billy Elliot, un niño que, a pesar de la insistencia de su huelgista padre en que practique el deporte del boxeo, optará por asistir a clases de ballet en compañía de un grupito de niñas, rompiendo así, de manera inconsciente, la habitual monotonía de los más cercanos a él.
Narrada con un envidiable sentido del humor, la película rompe un tanto con los típicos productos británicos amparados en el modelo (un tanto repetitivo) impuesto por Ken Loach, a pesar de recurrir al mismo tipo de personajes, ambientes y época. Billy Elliot es mucho más abierta pues, sin renegar del drama que se esconde tras todas las situaciones expuestas, apuesta más directamente por la comedia. De todas maneras, el único defecto de ésta se encuentra en que, en sus últimos quince minutos, a Daldry se le va la mano intentando provocar la lágrima a cada nueva escena, resultando un tanto truculento a la hora de hurgar en la emotividad del espectador.
Merecidamente, en su día, obtuvo varias nominaciones al Oscar. Y es que, tras esa sencillez narrativa y de su agradable y bien resuelto guión -excelente a la hora de describir a todos sus personajes con tan solo cuatro trazos-, se esconde una película compacta y sin fisuras que se apoya indiscutiblemente en unas controladas interpretaciones. De éstas valdría la pena resaltar el trabajo de Julie Walters, la profesora de danza del joven Billy.
Lástima de ese cuarto de hora final, extremadamente sensiblero y lacrimógeno que, sin embargo, se ve altamente compensado por la sencillez con que aborda la historia, la facilidad con que mezcla el retrato social con los problemas del joven protagonista y, ante todo, por la frialdad humorística y cínica con la que acaba mostrando a la policía en sus quehaceres urbanos.
Por cierto, ¿se puede llevar a un mal doblaje ante los tribunales?
No hay comentarios:
Publicar un comentario