Pablo López es un tipo solitario, vecino de Madrid. Un yuppie estresado, con los nervios a flor de piel. Su cargo de responsabilidad en un Banco le roba casi todo su tiempo. Vive por y para el trabajo, a pesar de estar hasta los cojones de tanto ajetreo. Sólo le faltaba dar por culo, con su automóvil, al coche de Sonsoles. Una pija que, a través de su compañía de seguros, empezará a darle aún más quebraderos de cabeza al iracundo Pablo quien, para calmar su mala leche, decidirá tocarle las narices a la tal Sonsoles mediante un corrido de llamadas telefónicas anónimas e iniciando, paralelamente, un seguimiento de la misma por las calles de la ciudad. Sólo por pura distracción, para huir de la rutina diaria, sin otra intención que la de acrecentar su odio hacia esa mujer de postura insolente.
Este es el punto de partido de la espléndida película de Manuel Martín Cuenca, La Flaqueza del Bolchevique, basada en la novela de Lorenzo Silva. Un exhaustivo y cáustico retrato de la absurda sociedad actual, de esa falsa competitividad en la que cuatro prepotentes sin escrúpulos nos han metido de lleno. Sin comerlo ni beberlo. La ilógica y el surrealismo están presentes en cada uno de los pasos que da Pablo López en su hermético y gélido mundo laboral y que, por mimetismo, acaba extendiendo a su vida más íntima. La contaminación de la fiebre empresarial. La infección total y absoluta del individuo como tal, aferrado a su sistema de trabajo incluso fuera de ese desquiciado ambiente. La falsedad y el atropello como norma de vida; a pesar de tratarse de un hombre sin maldad, cargado de buenas intenciones pero anímicamente incapaz de afrontar su entorno social sin alejarse de esa dolorosa castración psíquica ejecutada por sus superiores.
Todo la rabia que le genera ese empleo la acaba vertiendo sobre Sonsoles. No quiere dañarla. Disfruta con el disfraz de pervertido, de hijo puta resentido, a pesar de ser consciente de necesitar, en realidad, una válvula de escape, una salida que le ayude a huir de esa atmósfera empresarial insana, de la locura callejera de las grandes urbes. Y, como caída del cielo, en su deambular por las calles, descubre esa ansiada nitidez en María; una joven fresca, divertida, sana… aunque menor de edad. La química entre los dos es única, de proporciones envidiables. Sincera. Y alejada de cualquier tipo de morbosidad oscura.
Una historia de amor distinta. Una disección meticulosa de la sociedad frenética en que nos han imbuido. El análisis de un personaje al borde del infarto y de su transformación, después de darse de bruces con el sosiego. De capitalista cabrón a bolchevique enamorado. La noche y el día. El agua y la tierra. Su mala fe deja paso a la inocencia. Y, como inocente, baja la guardia. Tanto baja la guardia que acaba ignorando que el envoltorio dentro del que se mueven se trata de un envoltorio putrefacto. Un envase rasgado, quebrado, lleno de aristas puntiagudas y afiladas. Un microcosmos vengativo, capaz de pasar factura a aquellos que logran erradicar la infección que les quema por dentro.
Si tienen ocasión, no dejen de ver La Flaqueza del Bolchevique. Vale la pena por muchas razones, empezando por un magnífico Luis Tosar, uno de los actores que, por derecho propio y a marchas forzadas, se está convirtiendo en una presencia casi imprescindible en nuestro cine, así como por el descubrimiento de María Valverde, la joven actriz que da vida al personaje de María. Y sin olvidar, tampoco, la valentía de su realizador en atreverse con un final muy poco acomodaticio.
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