Mariano Barroso siempre me ha parecido un director interesante. Es por ello que me entregué a su nuevo trabajo, Hormigas en la Boca, dispuesto a disfrutar tal y como hice con Los Lobos de Washington o Éxtasis. Cine negro a la española, ambientado en La Habana a finales del 58, justo cuando esa ciudad estaba en plena efervescencia, el momento propicio para que toda la gente de mal vivir, empresarios poco escrupulosos y gángsters disfrazados de políticos liberales, camparan a sus anchas en medio de una capital enfebrecida.
Una propuesta prometedora, en principio estimulante, aunque en nada innovadora, pues un tema similar ya fue tratado por Sydney Pollack en Havana. Y con mejores resultados. El año es el mismo y, en ambos títulos, el final se desencadena en la misma fecha histórica, el 31 de diciembre de 1958, cuando la ebullición ideológica y política que se palpaba en el ambiente llegó a su punto culminante. Una explosión de violencia callejera que, al contrario que el director norteamericano, Barroso no ha sabido plasmar en lo más mínimo.
La historia de Hormigas en la Boca es la de siempre, sin ninguna novedad que la diferencie de otras parecidas. Un ex convicto, recién salido del talego, solitario y de ideología izquierdosa, decide encontrar a su pérfida amante, desaparecida con el sustancioso botín del atraco que le llevó a chirona. Sus pasos le harán abandonar España para llevarle hasta La Habana, lugar en el que le comunican que ella ya lleva un tiempo muerta tras haberse ahogado en el mar.
Todo huele a podrido tras la desaparición de esa mujer. El juego sucio y la corruptela están en primer plano. Y es aquí en donde Barroso cae en el error de querer homenajear a una de las grandes películas del género, pero sin sustancia alguna y rompiendo, de este modo, cualquier sorpresa posible. El Tercer Hombre desvela su larga sombra, aunque cambia la cítara de Anton Karas por los boleros y la silueta del orondo Welles por la más estilizada de Ariadna Gil; una Ariadna Gil que, por cierto, nunca había estado tan mal fotografiada. ¿En qué estaría pensando Aguirresarobe?
A partir de un punto muy concreto, después de haber descrito –con una excesiva profusión de detalles- a los pocos personajes que enmarcan su trama, la película se queda encallada. No avanza en ningún sentido. Lo único que hace el realizador es reincidir en contarnos reiteradamente las mismas cosas. Si algo nos lo ha mostrado a través de la imagen, a los diez minutos hace que alguno de los protagonistas, a través de sus diálogos, nos vuelva a recordar el mismo tema. Como si el espectador fuera tonto y no le hubiera quedado clara la cuestión desde el primer momento.
Todo lo que va volcando en pantalla queda como vacío, poco creíble y, lo que es peor, muy previsible. Y en nada ayuda la forzada interpretación de su protagonista principal, Eduard Fernández, lo cual no deja de ser una lástima, ya que éste es un profesional como la copa de un pino, un actor de probada solvencia en otras películas que, en esta ocasión, no ha sabido meterse dentro del personaje, creando a un delincuente más cercano a los tics y hábitos de los moradores del siglo XXI que a los de un hombre de finales de los años 50, lo cual choca un tanto con las intenciones de Barroso en recrear, lo mejor posible, La Habana de esa década. Y si a ello le sumamos la dejadez de Jorge Perugorría a la hora de afrontar el rol de un político poco escrupuloso, sin carisma alguno, queda más que latente la nefasta dirección de actores.
Basada en una novela de Miguel Barroso, hermano del realizador, de Hormigas en la Boca sólo quedan las buenas intenciones de querer hacer cine negro a la española, pero sin vocación alguna por renovarlo y, mucho menos, por ofrecer algo nuevo al espectador. O sea, lo de siempre, pero con muy poco oficio. Si no hay más corazón y más originalidad, de nada valen esos esforzados homenajes a títulos claves del género, como ese pasaje gran guiñolesco en el que suplanta a los maniquíes de El beso del Asesino por figurines de madera recortados. El cine no sólo se hace a base de guiños a otros títulos.
Ya les digo: una pena. Y el Perrugorría, al paso que va, ya puede ir pensando en cambiarse su apellido por el de Perrugordía.
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