22.5.05

61 años invertidos en... nada de nada

Ayer, uno de ustedes, adivinó por donde iban los tiros, puesto que hoy les voy a hablar de John Liu. Bueno, más que de John Liu, de su Made in China (estrenada en EE.UU. bajo el título de Ninja in the Claws of the CIA), película dirigida, escrita e interpretada por el mismo. Película ignominiosa en donde las haya. El sumum del cine basura, zetoso o como quieran llamarle. El paradigma del cine caótico y delirante. Con Made in China olvídense ustedes de la filmografía completa de Ed Wood. Liu, sin lugar a dudas, supera a cualquiera de los títulos del realizador norteamericano. A a su lado, cualquiera de los más pésimos productos del mundo mundial se convierten en verdaderas obras maestras.

A mi parecer, hasta que descubrí este film de Liu, Santo y Blue Demon Contra los Monstruos era lo mejor de entre lo peor. Ahora este título y Made in China forman un pack contundente e imprescindible para estar al día en cuanto a cine patatero se refiere. Y les aseguro que, enfrentándose a la película del director hongkonés, tienen la carcajada asegurada. Son tantos los despropósitos, alucinadas y delirios que se amontonan en él que la propuesta no tiene desperdicio alguno.


Liu en penumbras

La primera vez, di con Made in China de manera totalmente casual. Les cuento. Hace unos cuantos años, un par de sábados al mes, por la noche, nos reuníamos en casa de Absence o en la mía y, después de una opípara cena, nos entregábamos a extraños y perversos placeres cinéfilos en compañía de nuestras respectivas esposas. Invertíamos esas largas noches de alcohol y víveres pillando horribles películas en VHS (pues el DVD aún estaba por llegar). Eran alegres veladas en las que disfrutábamos riendo ante las barbaridades que vertían en sus productos todo tipo de cineastas de baratillo. Desde Naschy a Fulci, pasando por lo peor del cine mejicano, o sea, la extensa filmografía de Santo y, por defecto, la multitud de enmascarados mejicanos que provocó ese patético defensor del Bien. Es más, Santo y su émulo más directo, Blue Demon, eran mis héroes casposos por excelencia, hasta que una noche de esas, por pura casualidad, dimos de bruces con el Made in China de Liu. Tela fina. Canela en rama. El delirio más ignoto.

Creo recordar que acabábamos de ver un subproducto hispano-italiano de armas tomar, de 1973, dirigida por Rafael Romero Marchent, Un Par de Zapatos del 32. Un film horrible aunque un tanto decepcionante, aburrido y protagonizado por un decrépito y acabado Ray Milland, film por el que también pululaban gente como Ramiro Oliveros y Sylvia Koscina. Ya se pueden imaginar que tipo de engendro pseudo-policiaco se trataba. La noche ya estaba muy avanzada y era hora de retirarse. Gato viejo que es uno, le comenté al bueno de Absence que esa misma semana había grabado en VHS una cosa ciertamente extraña que prometía una buena dosis de desvarío. La había emitido el desaparecido Cine Tívoli (uno de esos canales pestilentes que tienen todas las plataformas de televisión digital). Como ustedes pueden suponer, se trataba del Made in China de marras. A pesar de ser ciertamente tarde, no pudimos resistir la tentación de poner la cinta en el reproductor, con la malsana intención de hacernos una pequeña idea de lo que se escondía tras esa extraña coproducción entre España y Hong-Kong, rodada a medio camino entre París y la Costa Brava catalana.

Les aseguro que esa noche, con los efluvios alcohólicos encima, tan sólo teníamos la intención de ver un par o tres de escenas como aperitivo para una nueva sesión en un par de semanas. Fue tan sorprendente lo que vimos que nos la acabamos tragando enterita, de cabo a rabo, esa misma madrugada. El cenit del cine basura estaba en mi propio domicilio. Jamás había visto tanta dispersión cinematográfica acumulada. El cansancio físico de los cuatro allí reunidos, ante esos estímulos visuales tan extravagantes, había desaparecido por completo. Ni la mejor farlopa del mundo (esa que dicen consumía el mismísimo Frank Sinatra) hubiera surtido un efecto tan redentor.

Made in China no posee trama alguna, aunque lo pretende. Promete varios hilos argumentales, pero no acaba de desarrollar ninguno de ellos. Allí hay un poco de todo, metido como si se tratara de un desordenado cajón de sastre. Tomen nota porque nunca jamás conocerán nada igual. El cuartel general de la CIA (en realidad, un lujoso hotel de Sagaró), poblado por un buen número de espías con corbata y con cara de pueblerinos hispanos. Un ruso exiliado (con todo la pinta de ser un vecino de Valladolid) dispuesto a venderse al imperialismo yanqui, es asesinado, de buenas a primeras, de un balazo por un francotirador. El propio John Liu interpretándose a sí mismo, o sea, un maestro de artes marciales que es obligado por la CIA, y en contra de sus convicciones, a entrenar a un grupo de militares para convertirlos en sádicos asesinos. También aparece James Liu, el hermano gemelo de John, interpretado, ¡cómo no!, por el propio John Liu, o sea, un militar retirado por haber sufrido una herida de guerra que lo ha dejado postrado, de por vida, en una silla de ruedas, a pesar de que, una hora más tarde, el tipo anda y corretea como el más pintado, sin que nadie parezca acordarse que, en un principio, se trataba de un discípulo oriental de Ironside.


El hermano inválido de John Liu

Corrían los años 80 y una película sin un poco de carnaza parecería que no era tal película. Por ello, Raquel Evans y Mirta Miller ponían el toque exótico y sensual al producto. La primera, una tentadora fémina reciclada del cine psuedoporno de la época, interpretaba a una guerrillera de la CIA que, siendo entrenada por el maestro Liu, protagonizaba con éste una escena de alto voltaje en medio de un frondoso bosque gerundense: en realidad, una estrategia erótica-sensual de estar por casa para acabar con la vida de nuestro héroe, quien demuestra su temple y concentración subsistiendo, incluso, a una rutilante mamada de la muchacha. Por otro lado, la Miller, aquella que malas lenguas aseguran fue amante de ese Borbón que se dejó la cabeza esquiando, interpreta a una agente experta en temas de seguridad que, tras algún que otro escarceo sensual (igualmente campestre) con Liu, acaba siendo asesinada por unos malvados enmascarados a bordo de un yate. Y es que el pobre John Liu, en el fondo, es un gafe de mucho cuidado. No hay mujer que se enrolle con él que no acabe con un balazo en el cuerpo, a excepción de la marrana de la Evans, la cual, para evitar ese triste desenlace, opta por renegar del cuerpo del hongkonés y convertirse en la amante guarrindonga de un general perverso, no sin antes haberse dejado magrear (sin venir a cuento de nada) por el mismísimo Víctor Israel en persona, durante una enajenada sesión de hipnosis. Y es que el atractivo Israel sólo sale en la película para maquinarse a la Evans y asegurarle a John Liu que jamás podrá tener acceso a los altos secretos de la CIA


La succión, por delante y por detrás, de Raquel Evans


El sobón de Víctor Israel

Los mejores detalles del film se encuentran en sus alucinadas localizaciones geográficas. Su prólogo (dos minutitos de nada) transcurre en Hong-Kong: claros retales de otro producto al margen que no pegan ni con cola de impacto en Made in China. El cuartel de la CIA y el campo de entrenamiento de la citada organización están situados en California; una California bajo la que se esconden, descaradamente, algunos enclaves turísticos de la Costa Brava y en donde los vehículos más habituales son las DKW’s y los típicos Dos Caballos de la época. ¡California y las DKW!. Y el punto culminante de la locura geográfica de Liu se encuentra cuando éste, huyendo del citado cuartel con unos documentos ultrasecretos en su haber, pasa por delante de una tienda de ultramarinos ¡californiana! que exhibe el rótulo comercial de Carnisseria Maria. Los catalanes, en nuestra andadura mundial, hemos llegado muy lejos.


California catalanizada

No contento con estos desmanes topográficos, en el que una tienda de cerámica de La Bisbal se convierte en un emplazamiento de los suburbios de la ciudad de París – aunque repleto de carteles de corridas taurinas y toallas playeras con el mapa estampado de la Costa Brava-, monta su escena final en un pequeño aeropuerto parisino. Hostias y patadas se desencadenan, una tras otra, ante una pequeña avioneta. Y al fondo, detrás de ésta, un hangar en el que se puede leer, en gigantescas y mayestáticas letras, el nombre de Ampuriabrava. De punta a punta de la pantalla.


Curioso aeropuerto parisino

Y el hombre, nuestro único e intransferible John Liu, maestro de maestros, sin saber como acabar su puzzle distorsionado, demostró ser un tipo con muy pocos escrúpulos al aprovechar las imágenes de un accidente real de aviación, en el que una pequeña avioneta se estrelló en el citado aeropuerto de Ampuriabrava, para filmar –con total desparpajo- los cuerpos carbonizados de sus pasajeros y tripulantes. Eso sí, con el detalle señorial de utilizar una aséptica voz en off en el que se hacía un sentido homenaje a las víctimas del fatal siniestro. La educación siempre por delante de todo.

Que nadie busque en la película cualquier tipo de lectura cinematográfica convencional. No hay continuidad de ningún tipo en lo que allí se narra. Sus numerosas elipsis narrativas no son tales; se trata sencillamente de abruptos saltos entre escena y escena, sin lógica alguna. Allí, en Made in China, lo que en realidad impera es la descoordinación total y absoluta, tanto argumental como narrativa. Un producto realizado por una mente desordenada y sin ideas preconcebidas. El ejemplo mayúsculo del caos.

Made in China. John Liu. Dos conceptos a tener en cuenta y a descubrir por todos los amantes del cine más inmundo. Ayer, este hombre de ojos rasgados y melenita chunga, discípulo en desgracia de Bruce Lee, cumplió 61 años. Un personaje único que, durante una larga temporada, estuvo a la sombra cumpliendo condena en una prisión española por trata de blancas.

Para terminar, les emplazo a la página de mi cuñado Absence, especialista en donde los haya sobre este tipo de películas. Allí, a su buen entender, desguaza el film plano a plano, con más de 50 explícitas imágenes capturadas de la cosa en cuestión. Una guía ideal para aquellos que nunca la hayan visto. Una manera excelente de poder suplir la imposibilidad de conseguir una impagable copia del mayor de los subproductos de los años 80.

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