El título no engaña: Serpientes en el Avión. Más claro el agua, pues en efecto eso lo que hay: serpientes, muchas serpientes, centenares de ellas, de todo tipo y tamaño. Todas asesinas y voraces; y en el interior de un avión. Su argumento es mínimo (por no decir inexistente), aunque en un film de las coordenadas de éste es lo que menos importa. David R. Ellis, su realizador, ha vuelto a repetir un poco lo que ya hizo con Cellular: cine de serie B como el de antes, como el de los siempre reivindicados tiempos de Corman o Larry Cohen. Y, en este caso, al igual que hizo Cohen con ese delirio cutrón llamado La Serpiente Voladora, entra de lleno en ese apartado tan suculento como es el de de los monsters films.
Los críticos y cinéfilos más furibundos y engreídos le encontrarán miles de problemas a la película. Y los tiene; es cierto. No hay guión, no hay interpretación, sus efectos especiales son de baratillo (aunque efectivos)... pero es tan divertida, que todos sus defectos son más que perdonables. Se trata de una película de sábado por la tarde, para disfrutar viéndola en un cine lleno de palomiteros con la adrenalina a tope y dispuestos a aplaudir a la mínima ocasión.
Asistir a un pase de Serpientes en el Avión es como presenciar un remake viscoso de Aterriza Como Puedas; un remake casi tan alocado como el divertido original. Incluso el piloto automático tiene su papel reservado, pues los tremendos ofidios no muestran consideración alguna ni con la tripulación ni con los pasajeros. Sólo parecen respetar, mínimamente, a Samuel L. Jackson. Y no es de extrañar, pues el actor de color (que aquí ni siquiera se toma la molestia de interpretar un poco), con esa pinta de chulo que tiene y su inmenso cuerpo, asusta al más pintado: hasta a la boa constrictor más temida.
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