He de confesarlo. Al final, estuve en el Festival de Sitges. Una sola noche, pero estuve. Una noche infernal; una noche tan extraña y mefistofélica que no dudé ni un minuto, al día siguiente, en regresar a la paz de mi hogar en Barcelona. Fue una noche de esas con rayos y truenos, con la mar agitada y demasiados sudores fríos; de ese tipo de sudoración que te levanta empapado de la cama a horas intempestivas.
La verdad es que no sé muy bien si fue culpa de la excesiva transpiración o de los suaves golpecitos que oí sobre la puerta de la habitación del hotel en el que me hospedaba; fuera lo que fuese, algo inexplicable rompió mi apacible sueño en soledad. La cuestión es que me puse en pie y, aún con la visión nebulosa y espesa, me dirigí hacia la puerta. El despertador marcaba las 02:45 A.M. ¿Quién sería a esas horas? Con cierto temor, abrí la puerta de par en par. Allí no había nadie. Asomé la cabeza al pasillo y lo único que atisbé fue el par de cuadros, con paisajes marineros de Sitges, que adornaban el lugar. Cerré la puerta. Y, de nuevo, volvieron a sonar los mismos golpecitos. Parecían dados con el puño. Respiré hondo y volví a abrir. Nada. Nada de nada. Sólo los dos putos cuadros inamovibles colgados en el pasillo.
Me puse una camiseta negra, con la cara del payaso Krusty grabada en ella, y unos tejanos. Me calcé unas deportivas y salí de mi dormitorio. Algo extraño pasaba en ese hotel. El silencio era total; casi sepulcral. El ascensor no funcionaba. Empecé a bajar las escaleras, poco a poco, con sigilo. Me alojaba en el quinto piso y, en ese momento, me entraron unas ganas terribles de salir corriendo a la calle. Quería respirar aire fresco; al precio que fuera.
A la altura del segundo, oí unos fuertes alaridos seguidos del sonido de varias pisadas, corriendo a lo largo del angosto pasillo de esa planta. Me detuve al borde de la escalera, agarrado a la barandilla. No atinaba a ver bien lo que estaba ocurriendo allí. La puerta de la 206 estaba entornada. De su interior salía una luz tenue. Era de allí de donde procedían esos gritos. Eran chillidos de mujer; chillidos de dolor y angustia. Lo que me pareció la figura de un sacerdote salió por unos segundos de la 206. Al intuir mi silueta parada ante la escalera, dio media vuelta y volvió a entrar en la habitación. Yo estaba allí, silencioso y clavado sin saber que hacer. Cada vez tenía más ganas de alcanzar la calle, pero mis piernas estaban paralizadas. Necesité apoyarme en la barandilla para no caer al suelo. Estaba a punto de desvanecerme. Justo en ese momento, un empleado del hotel -que debería pesar unos 180 kilos-, me agarró del brazo y me acompañó, pasito a pasito y peldaño a peldaño, hasta la planta baja.
- Será mejor que salga a la calle, señor Spaulding –me dijo el enorme hombre, señalando la salida.
Noté que el tipo no tenía muchas ganas de dar explicación alguna sobre lo que estaba sucediendo en la 206. Me dirigí a la salida, no sin antes intuir, de reojo, a otro empleado, de color negro, yendo un tanto atolondrado hacia las escaleras. Éste portaba entre sus manos una palangana manchada de sangre y varias toallas. El encargado de la recepción, inmutable como siempre, me observaba en silencio. Mientras, con sus largas uñas, se ayudaba en la pitanza de un huevo duro.
Salí al exterior. En la calle hacía frío. Llovía a cántaros. Empecé a andar, a pasos rápidos y sin rumbo fijo. Quería huir cuanto antes de ese hotel enfermizo. Un enano vestido de explorador se cruzó en mi camino. Se paró ante mí y me hizo varias señas indicándome que me agachara un poco para acercar mi oído a su boca. Y eso es lo que hice, al tiempo que notaba cierto dolorcillo punzante en la región lumbar. Y es que, a ciertas edades, uno ya no está para reclinarse en demasía.
- En su hotel se está practicando un exorcismo a una niña – me susurró con voz floja y tierna. Acto seguido desapareció, no sin antes haber montado a lomos de un pequeño cervatillo que pasaba por ahí.
Estaba perplejo. Perplejo y mojado. Tenía que buscar refugio cuanto antes. Me armé de valor y regresé al hotel. Estaba cerrado a cal y canto. Desde la calle, a través del cristal de las puertas, no advertí la presencia de ser alguno en la recepción. Aporree varias veces la acristalada entrada sin ningún tipo de resultado. No sabía qué hacer ni adonde ir. Volví a iniciar mi andadura sin rumbo fijo bajo la fuerte tormenta. A lo lejos, por el paseo que daba al mar, divisé a un fauno gigantesco persiguiendo a un Guardia Civil. O me estaba volviendo loco o la medicación habitual había provocando en mí efectos psicotrópicos.
Avancé hacia el punto en el que había visto al fauno embravecido. Ni el policía ni el monstruo estaban allí. Dirigí mi mirada hacia la iglesia que corona el paseo, justo al lado del mar. Tan surrealista era esa noche, que no me hubiera extrañado en absoluto ver emerger de las aguas al mismísimo King Kong. Por suerte, eso no ocurrió. Más gemidos llegaron a mis oídos. Unos gemidos que procedían de la playa y que se confundían con los que salían de la 206 de mi hotel. En este caso, los sollozos pertenecían a más de una persona. Me acerqué a la playa y allí, bajo la persistente lluvia, un grupo de diez u once varones, desnudos, en pie y en perfecta formación, estaban fornicando entre ellos, uno detrás de otro, como si construyeran un tren humano; el Tren Payà.
Di media vuelta. El horno no estaba para bollos y esa imagen me resultaba un tanto desagradable; aunque curiosa. La lluvia empezaba a dejarme los huesos entumecidos. Es entonces cuando decidí internarme por las estrechas callejuelas del pueblo en busca de un local en el que cobijarme. Las calles estaban solitarias. Un cartel pegado a una pared, anunciaba la actuación de un mago norteamericano en un cabaret de la población. La publicidad rezaba que, aparte de sus habituales trucos de magia, también contactaba con los muertos. Tomé nota del nombre del local y su dirección: Las Leandras, en el número 3 de la misma plaza del Cap de la Vila. No quedaba muy lejos del lugar en el que me encontraba, así que decidí conocer el espectáculo del mago.
Cuando faltaban escasos metros para llegar al lugar, pasaron ante mí una caterva de jóvenes menores de edad apaleando brutalmente, con sus skateboards, a una pareja heterosexual de amantes cuarentones, los cuales intentaban huir a trancas y a barrancas de sus agresores. Descubrir que no todos los habitantes de Sitges son homosexuales me reconfortó bastante. De todos modos, intenté no darle mayor importancia al acto violento que acababa de presenciar. Gamberradas de niños.
Por fin, unas luces de neón amarillas y gigantescas anunciaban el nombre de Las Leandras. Me acerqué al lugar. Ángel Sala, el director del Festival, estaba tras el mostrador de la entrada.
- Spaulding, me alegra verte por aquí – Sala me sonrió, al tiempo que yo le devolvía el cumplido con una sonrisa similar.
- Vengo a ver al mago americano –le dije con una entonación de voz muy poco convincente.
- Por mí, ningún problema. Pero tendrás que soltar 30 euros. Es el precio de la entrada. Consumición incluida.
- Ángel, venga –me hice el simpático- tú eres el dire. Seguro que tienes alguna invitación para mí.
Ángel Sala se hizo el longuis. Sin saber como pagaría mi estancia en el hotel al día siguiente, le apoquiné mis últimos tres billetes de 10 euros. Volvió a sonreir y me señaló la entrada al tiempo que se colocaba bien sus lentes sobre la nariz. Esa noche, no sé aún el porqué, todos se habían empecinado en indicarme las entradas y las salidas. Para franquear el local, tuve que apartar unas cortinas afelpadas de color rojo. Su interior estaba totalmente vacío, a excepción de un acordeonista ciego, subido a un pequeño escenario, y de un barman agazapado detrás de una interminable barra. La estancia era oval; una especie de huevo inmenso con las paredes tapizadas con las mismas cortinas rojizas de la entrada.
Fui hacia la barra, le entregué la entrada al camarero y solicité un whisky de malta.
- El de malta lleva un suplemento de 5 euros – me dijo el camarero.
La verdad es que hasta ese momento no me había fijado bien en él. Cuando levanté la vista para mirarle directamente a los ojos, descubrí que se trataba otra vez de Ángel Sala. Éste, al ver mi rostro un tanto enfurruñado, me aseguró que se trataba de una broma, que el de malta no llevaba suplemento alguno. Esbocé una sonrisa; un tanto forzada, pero sonrisa al fin y al cabo.
- El mago norteamericano no actuará más en Las Leandras. Esta noche se le ha quemado el inmenso muñeco de mimbre en el que encerraba a los voluntarios que subían al escenario.
A esas horas de la madrugada ya me daba todo igual. Me sirvió el whisky en un vaso de tubo, con tres cubitos. Se agachó y, por unos segundos, desapareció de mi vista. Volvió a aparecer portando un sombrero entre sus manos. Salió de detrás de la barra, me puso la prenda sobre mi cocorota y ordenó educadamente que le siguiera.
- Ven, Spaulding, tengo una sorpresa para ti.
Abrió otras cortina de color rojo y nos introducimos en otro salón. Éste estaba decorado igual que el anterior, aunque en este caso se notaba más calor humano en su interior. Numerosas mujeres, medio en cueros, danzaban al son del compás de la atronadora música discotequera de los años 80.
- Es una pena –me confío confidencialmente el director del certamen-. ¿Ves estas lindas mujeres que están bailando sinuosamente? Pues bien, las pobrecitas ignoran que, a partir de hoy, ninguna fémina en todo el universo volverá a ser fértil jamás. Y es que el mundo se acaba, amigo. La fin absolue du monde - añadió en perfecto francés.
Punto y seguido, cambiando de tercio, Ángel me aclaró que la trastienda de Las Leandras en la que nos encontrábamos era un puticlub; pero no se trataba de un puticlub cualquiera, como el del pueblo por ejemplo, no, ¡qué va!. Éste era secreto, privado; un puticlub al que sólo tendríamos acceso, en todo el planeta, él, yo y otro enigmático personaje: David Lynch. Y esa noche, ese hombre, ese cineasta con vocación de barbero, estaba allí, sentado en un sofá y rodeado de dos hermosas mujeres que aún ignoraban que jamás podrían tener hijos.
Nos hicimos una foto observando a Lynch en silencio, como si fuéramos espías al servicio de cualquier potencia internacional. Él ni se dio cuenta de nuestra sutil presencia. Así estuvimos, durante varias horas; en cuclillas, apostados tras el sofá del realizador de Blue Belvet. Mis ojos no daban crédito a ello. Mis rodillas, quince días despues, aún se resienten de esa posición. Con la presencia de Lynch en la villa de Sitges, empecé a entender mejor todo cuanto me sucedió hasta ese momento.
Al dia siguiente, al despertar, supe que esa extraña noche no fue un sueño. Fue todo tan real que, atemorizado, hice las maletas y regresé a Barcelona. En la tranquilidad de mi hogar, recapacité sobre esas horas vividas tan intensamente. Y tras darle muchas vueltas al asunto, me quedé con una duda que lleva ya varíos días corroyéndome: ¿Ese hombre era David Lynch o Van Gaal? Un vecino de Teruel, siempre dispuesto a dar sabios consejos y que está enterado de numerosas chafarderías, me aseguró ayer que ambos son la misma persona.
Ahora, conociendo ese detalle, ya estoy más calmado. Posiblemente, en otra ocasión, regrese al Festival.
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