Si algo tiene de interesante esta medianía que lleva por título El Diablo Viste de Prada, es la presencia de una impagable Meryl Streep. Ella, en realidad, es la que otorga cierta prestancia a un producto alarmantemente vacío y de claras connotaciones televisivas. Y no es de extrañar, pues su realizador, David Frankel, procede del mundo de las teleseries, siendo además uno de los directores que más capítulos ha realizado de una de las series más inaguantables (y pedantillas) de la actualidad: Sexo en Nueva York.
El Diablo Viste de Prada es una comedieja (bastante infantil) con muy poca salsa picante en su interior. Ignoro como será de hiriente el best-seller de Lauren Weisberger en la que se basa; lo que sí tengo claro es que la película, sin conseguirlo, hace un mínimo esbozo de crítica, en nada ácido, sobre las revistas especializadas en el mundo de la moda y, por extensión, sobre todo aquello que rodea al show business de las pasarelas. Una visión ultralight que además se muestra incapaz de profundizar en ninguno de los temas a los que se acerca, quedando finalmente –con sus pertinentes retoques- como una nueva versión sobre el cuento de La Cenicienta. Una Pretty Woman mas a sumar a una larga lista de productos descafeinados.
La cinta está narrada desde el punto de vista de Andy, una joven periodista, recién graduada y un tanto andrajosa en su forma de vestir, que pasará a formar parte del equipo de redacción de la revista Runway, el paradigma editorial sobre las últimas novedades de la moda en Nueva York. Empezando como ayudante de la secretaria directa de Miranda Priestly –la tiránica y agresiva directora de la publicación-, acabará colocándose en un lugar estratégico dentro de la empresa a medida que vaya retocando su aspecto exterior (e interior). El estrés que le acarrea su nuevo empleo, sumado a la falta de tiempo libre, provocará que se replantee su posición de esclava bajo las afiladas uñas de la destructiva Miranda.
El Diablo es Miranda, esa Meryl Streep que citaba al principio. Una Meryl Streep que, en los últimos años, está demostrando una sutil predisposición hacia la comedia y que, en esta ocasión, acapara para sí misma los mejores momentos del film. El suyo es un personaje agrio y carroñero; una dama de hierro con una mala leche increíble, moldeada por la actriz a través de unas características muy concretas. Su pausada dicción y el bajo tono de voz con el que recita sus demoledoras frases, son sus perfiles más acentuados. Un sinfín de pérfidas miradas e insolentes sonrisas se encargan del resto. Si se imaginan al Führer travestido, descubrirán la viva imagen de la arpía de Miranda Priestly.
El gran problema de la película es que, aparte de Streep y de alguna que otra incursión del impagable Stanley Tucci (aquí en la piel de un modisto gay sometido a las órdenes directas de Miranda), El Diablo Viste de Prada no tiene nada más. El vacío absoluto. Cuando ninguno de los dos actores está en pantalla, la película cae varios enteros en picado. Y sólo vuelve a remontar con la aparición de cualquiera de ellos dos.
Aún me pregunto el porqué ciertos críticos, de esos considerados de élite, dijeron maravillas de una peliculilla tan olvidable como ésta tras su pase por un reputado festival cinematográfico.
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