Ésta es la premisa con la cual se abre Fido, una cinta que tuvo una buena acogida, hace dos temporadas, en el Festival de Sitges y que aún sigue pendiente de estreno en España. Una comedia de tono fantástico, cargada de humor negro y cuyo mayor aliciente se encuentra en su cuidada y atractiva puesta en escena. Una ambientación y una escenografía que apuestan por reproducir, fielmente, el modus vivendi de una parte de la sociedad canadiense que moraba, en los años 50, en idílicos y acotados barrios residenciales. Y es justo en uno de esos enclaves de la British Columbia donde se desarrolla la acción perpetrada por Andrew Currie, su director y también uno de sus tres guionistas.
La gente pija y sus ansias por aparentar. Mayordomos, sirvientas, cocineros y jardineros, han sido sustituidos por zombis amansados. Una servidumbre que, en algunos casos, hasta ejerce de mascota para los más pequeños del hogar. Eso, al menos, es lo que le ocurre al pequeño Timmy, el hijo de Bill y Helen Robinson. Fido es el nombre con el que el niño bautizará al zombi recién adquirido por su madre; una compra que les solucionará ciertos problemas domésticos y que, ante todo, hará las delicias de Helen y del jovencito... Tan sólo han de vigilar un pequeño detalle: si el collar deja de funcionar, hay que recurrir con urgencia a ZomCon, la empresa fabricante de la gargantilla y titular de los muertos reciclados.
Un divertidísimo y corto documental en blanco y negro, a modo de noticiario cinematográfico, es el encargado de abrir la película y prevenir al espectador sobre lo que se va a enfrentar. Muy al estilo del peor de los films de Ed Wood y recurriendo a teóricas imágenes de archivo, desde él se narran los inicios y efectos de la hecatombe y la posterior creación de la ZomCom, una industria que, con sus avances y la pacificación de los fiambres animados, se ha convertido en uno de los mejores instrumentos de control gubernamental. Con sus normas de seguridad, mantienen bajo continua vigilancia a los zombis y a la población civil viviente.
A partir de este arranque, la cinta pasa a centrarse en las relaciones de la familia Robinson con su nuevo empleado y con el resto de la vecindad, incluido el Jefe de Seguridad de ZomCon; un tipo engreído que, junto con su esposa e hija, acaban de tomar posesión de la casa contigua a la de los nuevos propietarios de Fido.
Las mejores bazas de la cinta se localizan en la educación anti-zombi por pacificar que reciben los niños en la escuela, los paseos del pequeño Timmy en compañía de Fido o en el morbo sensual que Helen (una espléndida Carrie-Anne Moss) siente por su putrefacto empleado. Los cuatro toques gore al más delirante estilo Troma (pero con elegancia y mejor filmado) o la excesiva afinidad que demuestran, entre ellos, una zombi minifaldera y su dueño, son otros de los detalles que vigorizan el humor cínico y políticamente incorrecto que destila la producción.
La falta de un guión trabajado a conciencia se ve compensado por la fuerza de algunos de sus gags. La idea de convertir a los muertos vivientes en criados, e incluso en mascotas, tiene su gracia y su puntito de originalidad, pero cuando la historia pasa a tener una mínima intriga, el tal Andrew Currie pierde un tanto los papeles y su trabajo cae en el desmadre y la reiteración. Suerte que su escasa hora y media de duración no da tiempo para el aburrimiento y, en general, a la platea le queda la sensación de haberse entretenido con un divertimento macabro y por momentos ingenioso. Un director que, a buen seguro y limando asperezas, puede darnos alguna que otra sorpresa más en su género.
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