Bienvenidos sean a la agencia turística de Doug Liman. Jumper es el nombre con el que el realizador ha bautizado a su nuevo y rentable negocio. Desde él, y por el módico precio de una entrada de cine, podrán viajar por todo el planeta y conocer las maravillas del mundo a golpe de imágenes inconexas. El Big Ben londinense, la Torre Eiffel en París, las pirámides egipcias, la famosa esquina neoyorquina de Broadway, los neones de Tokio, el Coliseo romano... Y es que al hombre no se le escapa ni una sola de las más típicas postalitas.
Jumper, aparte de ese incontrolado afán viajero, se alza como el producto más inconsistente hasta el momento del irregular director. Un film sin pies ni cabeza. En él, bajo la excusa de tratarse de cine fantástico, valen todo tipo burradas, mientras que su única constante es la precipitación narrativa. Una precipitación que incluso afecta a su escena final; un final que, con todo el descaro del mundo, avisa de una secuela en menos que canta un gallo.
Ochenta minutos, a ritmo de caballo desbocado, para no contar absolutamente nada de nada. Su mínima premisa argumental es que, en el mundo y desde hace siglos, existe un grupo de personas que, afectados por una inexplicable anomalía genética, se pueden trasladar a cualquier rincón del planeta gracias a la teletransportación; tan sólo les hace falta un mínimo esfuerzo mental y físico -similar al que hacemos al sentarnos sobre el inodoro- para desplazarse, por ejemplo, desde Murcia a Oklahoma en cuestión de milésimas de segundo. A ellos se le conoce como los saltadores; una raza que tiene en los llamados paladines a sus mayores detractores: unos humanos que han jurado eliminarlos de la faz de la Tierra porque sí; sin ninguna razón aparente.
Tan soberana fantochada está narrada desde el punto de vista de un joven adolescente quien, tras un accidente sufrido en su infancia, ha descubierto estar dotado del poder de teletransportarse allá dónde le venga en gana. El niñato atiende por el nombre de David Rice y, ante el mal rollo que le supone la convivencia al lado de su malcarado padre, decide pegarse el piro e iniciar una nueva existencia... aunque ésta transcurra a salto de mata. Pronto se verá acosado por un tipo de color que, alistado en el bando de los paladines, está dispuesto a terminar con su vida. Por en medio, nuestro turista accidental se aliará con otro fenómeno con su misma dotación (en el buen sentido de la palabra) y, al mismo tiempo, luchará por salvaguardar a su novieta de los envites de un enfurecido y desmadrado Samuel L. Jackson (que por algo es el malo de la función y puede desmelenarse a gusto en su rol).
Anakin Skywalker (uséase, el soseras del Hayden Christiansen) es el teenager cangurito; Jamie Bell encarna a su circunstancial socio botarate (de botar, claro está) y Rachel Bilson da vida a la guapita (y bajita) de turno; la novia del Christiansen, vaya. Un trío patético y desaborido. Haciendo bulto, también están los papaitos del viajero Anakin: Michael Rooker y Diane Lane; el primero metiendo cara de Henry (como siempre) y ella, la Lane, luciendo sus bien llevadas arrugas, carga la pobrecilla con uno de los personajes peor dibujados del invento (aunque claramente imprescindible para futuras y temidas secuelas).
No busquen ningún tipo de explicación a la historia, ni siquiera el porqué de esa enfebrecida obsesión de los paladines por putear a todas horas a los saltadores. ¡Cágate lorito!. Rectifico: mejor no vayan a verla. Ahórrense unos dinerillos, que la vida no está para ir tirándolos.
Por cierto: teniendo en cuenta que la película está ambientada en nuestros días... ¿por qué, durante uno de los numerosos viajes a lo largo y ancho del planeta, hacen que la guerra de Bosnia siga en plena ebullición cuando, en realidad, el conflicto se zanjó en diciembre de 1995? ¿Acaso el Liman no se ha enterado de ello? Hay algunos que pasarán toda su vida en la inopia.
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