Cocodrilo: Un Asesino en Serie es una esmerada serie B que, de nuevo, vuelve a utilizar a un animal salvaje a modo de monstruo sobrecogedor. Según cuenta su realizador, Michael Katleman (en su primer trabajo tras la cámara), la cinta está inspirada en un hecho real: el de un gigantesco cocodrilo africano que, por culpa de los mismos hombres, se habituó, de manera voraz, a pillarle un gusto especial a la carne humana.
Mostrándose moderado en su realización y rehuyendo efectismos innecesarios, en su primera parte, recurre a los tópicos del género. No se pasa de rosca en ningún momento y sabe crear tensión con muy pocos elementos. Sus efectos especiales son sencillos, pero altamente efectivos (la imagen de Orlando Jones corriendo por la estepa africana y perseguido por un cocodrilo saltarín, vale, por sí sola, todo un Potosí). Su guión es sobrio y no se pierde en detalles superficiales. Y, por si fuera poco, en su fragmento final, sabe distanciarse de otros títulos de connotaciones parecidas, optando, al mismo tiempo, por salpicar su historia con cierto aire de crítica ecológica y en la que el Hombre, como ser caótico que a muy a menudo resulta ser, alcanza tal protagonismo que incluso desbanca a la figura del cocodrilo asesino.
Al igual que su puesta en escena, su esquema argumental es simplísimo. Como bien demuestra su director, no es necesario complicar demasiado una trama para enganchar al espectador ante una pantalla. Y él lo resuelve con cuatro mínimos toques: el marco geográfico de un remoto y exótico enclave sudafricano; los miembros integrantes del equipo de una cadena televisiva norteamericana, enviados al lugar para dar caza a un inmenso y voraz cocodrilo y, por último, el enrarecido ambiente que se respira debido al malestar político del país. Añádanle a ello el detalle de que el reptil atiende por el nombre de Gustavo, y sabrán lo que vale un peine.
Lo que no acabo de entender es ese cambio tan brutal en la traducción del título español. De Primeval (Primitivo) a Cocodrilo: Un Asesino en Serie.
Pero no todas las series B son igual de eficaces. Ello lo demuestra, con más pena que gloria, John Stockwell en Turistas, una película que retoma el tema del tráfico de órganos humanos; una materia, a priori interesante, pero que, en manos de este realizador, no deja de ser un título más sobre jovencitos pijos en situaciones extremas, muy al estilo de Sé Lo Que Hicisteis el Último Verano y similares, aunque sin nervio y en versión catálogo paisajístico y –tal y como su propio título indica- turístico. Las interminables y reiterativas escenas en el interior de unas grutas situadas tras una cascada, así lo demuestran.
Turistas se centra en un grupo de jóvenes norteamericanos que, en plena canícula y durante una visita al Brasil, a causa de un accidente en el destartalado autocar en el que viajaban, quedan varados en una pequeña cala alejada de la civilización. La presencia de un chiringuito regentado por bellas y tentadoras brasileñas, hará que se despreocupen de encontrar un nuevo transporte y decidan quedarse unos cuantos días más en el paradisíaco enclave. Al amanecer, descubrirán que el paraje no era tan idílico como parecía.
Los personajes protagonistas (y los actorcillos que les dan vida) no tienen ninguna entidad, con lo cual, a uno acaba importándole un bledo su destino. Por otra parte, el film se muestra incapaz de crear un mínimo de tensión. Todo cuanto ocurre, ocurre porque sí; porque lo manda el guión. Un guión totalmente ilógico, ya que resulta irrisorio (por no decir incomprensible) el maquiavélico “plan” que ejecutan los “malos” para secuestrar al grupo de extranjeros y posteriormente extirparles cuantos más órganos mejor.
Lo más triste de todo es que, a la hora de describir a los nativos brasileños, al tal Stockwell se le va la mano. Retrata un Brasil en el que casi todos sus habitantes, aparte de incultos, o son unos maleducados intratables, unos criminales en potencia o unos guarreras de mucho cuidado (como ocurre con el caricaturesco conductor del autocar, un tipo que conduce a toda leche, suelta escupitajos y se hurga la nariz sin parar). Y es que, a ese desprecio insolente que muestra por los nativos, yo le llamo, directamente, xenofobia. Lo que no sabe el realizador es que, el que haya mucha miseria en el país, no significa que tenga que ser un sinónimo de maldad.
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